Este es el último ejemplar de Tilacino visto con vida. El también conocido como tigre de Tasmania, lobo de Tasmania o lobo marsupial se supone extinto en su hábitat natural antes de registrar fotográfica y cinematográficamente a este animal que murió en cautividad.
2-2 VESTIGIOS CULTURALES Y DISTORSIONES.
IMÁGENES ZOOLÓGICAS
DE CONNOTACIONES CIENTÍFICAS.
Allá en las antípodas uno puede refrescarse con un trago de cerveza Premiun Lager en cuya botella aparece la imagen de un lobo de Tasmania. En Tasmania no hay otra forma de ver un lobo de Tasmania porque está tan extinto como los nativos aborígenes tasmanos.
Existe, no obstante, una vieja toma cinematográfica, datada en 1920 (esta toma es posible verla en un documental sobre Tasmania realizado por Jean Michel Cousteau), en la que ha sido registrado el último ejemplar vivo, cautivo en una jaula, paseándose por los gastados fotogramas, olvidado por una imaginería saturada de monstruos.
Y aunque la combinación de órganos animales diversos ha generado monstruos, lo cierto es que sin un entendimiento previo, siempre IMAGINARIO (a base de imágenes estudiadas, descompuestas y recompuestas) no es posible reconocer un ser cuya llegada no es esperada. Al memorizar reducimos lo particular a lo general dentro de esa particularidad, nos recuerda Manuel Barbero. Es una necesidad imperiosa de un lenguaje limitado por una naturaleza económica. Formas, colores, texturas, comportamientos ante la luz carecen de designaciones adecuadas.
El lenguaje humano es estructurador, clasificador. Una sola palabra generalmente funciona como designadora de clase para marcar acotaciones dentro de su clase en combinación con designadoras de otra clase (por ejemplo, al hablar de colores suaves, fríos, tonalidades altas o bajas...). Infinitos claros, infinitos oscuros, infinitos verdes oscuros, líneas duras, suaves o incluso tensas ¿Cuántos recursos gráficos tenía Albrecht Dürer para designar dureza, belicosidad, peso, que fuesen fácilmente comprensibles en la época en que ejecutó el célebre grabado del rinoceronte?
Es inevitable que, en la representación de cualquier animal, real o imaginario, exista una serie de referencias físicas; la propia representación se manifiesta como un objeto físico que muestra señales alegóricas de luz, volumen, textura, color. Si las señales utilizadas son reconocidas serán registradas por el operador de imágenes que viaja detrás de nuestros ojos, quien, incluso más allá de nuestra voluntad, las “montará” y las archivará de algún modo en nuestro sistema neuronal, otro soporte físico tan propenso al desgaste o a la subjetivación afectiva como las viejas y parpadeantes películas en blanco y negro de extintos lobos marsupiales.
El crédito de verosimilitud fotográfica del cine es insuficiente para devolvernos íntegro y nítido al lobo marsupial. Tal vez ni siquiera la ingeniería genética pueda acometer dicha azaña.
Desde el momento en que el artista ejecuta la reproducción de las formas de un animal proyecta en su obra, simultáneamente, todos sus prejuicios perceptivos o bien culturales. Cuando la fotografía acomete el mismo reto, la máquina es forzada a “ver” lo que el fotógrafo cree que él mismo y los demás reconocerán como fiel reflejo de la presencia del animal, con lo cual la situación se diferencia de la del dibujante en poco más que cuestiones técnicas. No se trata tan sólo de nuestra forma de representar lo visto o lo imaginado, sino de asimilarlo de/a su representación. En realidad la representación visual a través de cualquier técnica varía sólo en lo dicho: problemas técnicos.
La cuestión de fondo, la ratificación de un conocimiento notable de las cosas (más exactamente un conocimiento a través de lo notorio, de la discontinuidad) es algo que tiene que ver con nuestra propia “tecnología” (es muy probable que sobren las comillas) orgánica, biológica.
En las antiguas manifestaciones de ilustración zoológica, la pose estandarizada de los animales era una necesidad, un requisito para un reconocimiento orgánico poco problemático, repitiendo esquemas en los que cada espacio (cada lugar, cada órgano) fuese reconocible: los pies abajo, la cabeza arriba...
La selección gráfica está íntimamente relacionada con el modo de selección de datos de nuestra propia perceptividad, moldeada, restringida por nuestra visión culturizada de cosas y palabras preñadas de significados simbólicos.
Pero antes de pasar el filtro cultural, nuestra innata tendencia al reconocimiento, la distinción y posterior clasificación de lo que nos envuelve es tan fuerte que para fijar su atención en un punto necesita un empujón (o tal vez un freno a su continuidad), una rotura en la línea de percepción: una sorpresa.
Ante un animal de carne y hueso fijamos nuestra atención en los elementos que lo componen, características particulares que serán generalizadas a nivel inconsciente (ante un objeto real no disponemos de un material más inmediato para comparar).
Las referencias que completan los rasgos reconocibles o sorprendentes (conspicuos, memorables, fácilmente registrables) de un animal se pueden resumir, según Manuel Barbero, en el esquema siguiente situado a la izquierda (a la derecha he procurado completarlo con mi propia versión):
- visionado del animal huella visual
- obras artísticas que lo representan huella visual/huella cultural
- restos estructuras físicas incompletas
- huellas estructuras físicas incompletas vestigiales
- relatos huellas históricas
(la cita de Cabezas, así como la de Barbero, extraídas de "Las lecciones del dibujo",de varios autores, editado por Alianza en 1996)
Estos indicios señalados por Barbero podríamos resumirlos en la categoría única huellas. Los relatos, obras artísticas léxicas o plásticas, las reproducciones de carácter divulgativo o simplemente estético, constituyen restos fósiles de la cultura, impresiones, visionados fugaces o fraccionados: huellas.
La historia del arte es una historia de traslados de huellas, vía copia o por molde físico, da igual con tal de contar todo lo que queremos decir. El fósil de un trilobites, una copia romana del discóbolo de Mirón, la trémula luz cinematográfica de un extinto lobo de Tasmania.
2-2 VESTIGIOS CULTURALES Y DISTORSIONES.
IMÁGENES ZOOLÓGICAS
DE CONNOTACIONES CIENTÍFICAS.
Allá en las antípodas uno puede refrescarse con un trago de cerveza Premiun Lager en cuya botella aparece la imagen de un lobo de Tasmania. En Tasmania no hay otra forma de ver un lobo de Tasmania porque está tan extinto como los nativos aborígenes tasmanos.
Existe, no obstante, una vieja toma cinematográfica, datada en 1920 (esta toma es posible verla en un documental sobre Tasmania realizado por Jean Michel Cousteau), en la que ha sido registrado el último ejemplar vivo, cautivo en una jaula, paseándose por los gastados fotogramas, olvidado por una imaginería saturada de monstruos.
Y aunque la combinación de órganos animales diversos ha generado monstruos, lo cierto es que sin un entendimiento previo, siempre IMAGINARIO (a base de imágenes estudiadas, descompuestas y recompuestas) no es posible reconocer un ser cuya llegada no es esperada. Al memorizar reducimos lo particular a lo general dentro de esa particularidad, nos recuerda Manuel Barbero. Es una necesidad imperiosa de un lenguaje limitado por una naturaleza económica. Formas, colores, texturas, comportamientos ante la luz carecen de designaciones adecuadas.
El lenguaje humano es estructurador, clasificador. Una sola palabra generalmente funciona como designadora de clase para marcar acotaciones dentro de su clase en combinación con designadoras de otra clase (por ejemplo, al hablar de colores suaves, fríos, tonalidades altas o bajas...). Infinitos claros, infinitos oscuros, infinitos verdes oscuros, líneas duras, suaves o incluso tensas ¿Cuántos recursos gráficos tenía Albrecht Dürer para designar dureza, belicosidad, peso, que fuesen fácilmente comprensibles en la época en que ejecutó el célebre grabado del rinoceronte?
Es inevitable que, en la representación de cualquier animal, real o imaginario, exista una serie de referencias físicas; la propia representación se manifiesta como un objeto físico que muestra señales alegóricas de luz, volumen, textura, color. Si las señales utilizadas son reconocidas serán registradas por el operador de imágenes que viaja detrás de nuestros ojos, quien, incluso más allá de nuestra voluntad, las “montará” y las archivará de algún modo en nuestro sistema neuronal, otro soporte físico tan propenso al desgaste o a la subjetivación afectiva como las viejas y parpadeantes películas en blanco y negro de extintos lobos marsupiales.
El crédito de verosimilitud fotográfica del cine es insuficiente para devolvernos íntegro y nítido al lobo marsupial. Tal vez ni siquiera la ingeniería genética pueda acometer dicha azaña.
Desde el momento en que el artista ejecuta la reproducción de las formas de un animal proyecta en su obra, simultáneamente, todos sus prejuicios perceptivos o bien culturales. Cuando la fotografía acomete el mismo reto, la máquina es forzada a “ver” lo que el fotógrafo cree que él mismo y los demás reconocerán como fiel reflejo de la presencia del animal, con lo cual la situación se diferencia de la del dibujante en poco más que cuestiones técnicas. No se trata tan sólo de nuestra forma de representar lo visto o lo imaginado, sino de asimilarlo de/a su representación. En realidad la representación visual a través de cualquier técnica varía sólo en lo dicho: problemas técnicos.
La cuestión de fondo, la ratificación de un conocimiento notable de las cosas (más exactamente un conocimiento a través de lo notorio, de la discontinuidad) es algo que tiene que ver con nuestra propia “tecnología” (es muy probable que sobren las comillas) orgánica, biológica.
En las antiguas manifestaciones de ilustración zoológica, la pose estandarizada de los animales era una necesidad, un requisito para un reconocimiento orgánico poco problemático, repitiendo esquemas en los que cada espacio (cada lugar, cada órgano) fuese reconocible: los pies abajo, la cabeza arriba...
La selección gráfica está íntimamente relacionada con el modo de selección de datos de nuestra propia perceptividad, moldeada, restringida por nuestra visión culturizada de cosas y palabras preñadas de significados simbólicos.
Pero antes de pasar el filtro cultural, nuestra innata tendencia al reconocimiento, la distinción y posterior clasificación de lo que nos envuelve es tan fuerte que para fijar su atención en un punto necesita un empujón (o tal vez un freno a su continuidad), una rotura en la línea de percepción: una sorpresa.
Ante un animal de carne y hueso fijamos nuestra atención en los elementos que lo componen, características particulares que serán generalizadas a nivel inconsciente (ante un objeto real no disponemos de un material más inmediato para comparar).
Las referencias que completan los rasgos reconocibles o sorprendentes (conspicuos, memorables, fácilmente registrables) de un animal se pueden resumir, según Manuel Barbero, en el esquema siguiente situado a la izquierda (a la derecha he procurado completarlo con mi propia versión):
- visionado del animal huella visual
- obras artísticas que lo representan huella visual/huella cultural
- restos estructuras físicas incompletas
- huellas estructuras físicas incompletas vestigiales
- relatos huellas históricas
(la cita de Cabezas, así como la de Barbero, extraídas de "Las lecciones del dibujo",de varios autores, editado por Alianza en 1996)
Estos indicios señalados por Barbero podríamos resumirlos en la categoría única huellas. Los relatos, obras artísticas léxicas o plásticas, las reproducciones de carácter divulgativo o simplemente estético, constituyen restos fósiles de la cultura, impresiones, visionados fugaces o fraccionados: huellas.
La historia del arte es una historia de traslados de huellas, vía copia o por molde físico, da igual con tal de contar todo lo que queremos decir. El fósil de un trilobites, una copia romana del discóbolo de Mirón, la trémula luz cinematográfica de un extinto lobo de Tasmania.
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