Museo de Cera para zoo de Barcelona: Baobab (acceso a la instalación "Madagascar")
Zoo de Fuengirola: Baobab
El paradigma fotográfico y la mentira en la estética de la divulgación naturalista.
Antes de empezar mi disertación, plantearé de antemano y abruptamente mi conclusión: la evolución de este tipo de “construcciones paisajísticas” está condicionada por la existencia de la fotografía. Más adelante trataré de explicarme al respecto, pero antes retomaré el hilo del comentario que hacía al final del capítulo, en el que me refería a la mentira en relación a la fotografía.
Efectivamente, ya me refería en el mencionado capítulo, aunque no estrictamente sobre el tema excluído del paisaje, a la tergiversación de la realidad que provoca la fotografía en base a su aceptación como imagen real.
Esta credibilidad de la imagen fotográfica nos da la oportunidad de prescindir de la presencia real de las cosas para admitir su existencia a través de sus imágenes fotográficas. Anteriormente a la fotografía, la pintura, el dibujo, la litografía y el grabado también servían para transmitir la imagen de algo a alguien que no lo tiene presente.
La fotografía se ha erigido como forma ideal de transmitir imágenes porque se ampara en su supuesta neutralidad. Quienes nunca habían visto un león ante sus propias narices, tal vez habían visto una reproducción en un grabado de un libro, o en una pintura, pero en esta imágenes se seleccionaban, inevitablemente, espectos considerados como significativos del animal. La llegada de la fotografía trajo la ilusión de poder ver la imagen de un león (continuemos, pues, con este ejemplo) tomada directamente, sin la intervención subjetiva del artista.
Con respecto al paisaje, hemos de recordar que, incluso antes de la aparición de la técnica de la fotografía existía ya la posibilidad de afirmar que, como ahora, era una verdad aceptada que entre el conjunto de espectadores con una educación media, el paisaje es generalemente concebido como un concepto que permanece al margen, indiscutiblemente, de política e ideología y que se refiere siempre a valores atemporales.
Mencionábamos, también, a la fotógrafa Deborah Bright (al respecto de su artículo "Of Mother Nature and Marlboro Men"-ver bibliografía-) quien observa que las imágenes de las tierras (en particular las Norteamericanas), tanto a nivel conceptual como histórico o literario “han sido utilizadas para evocar la constancia universal de una geológica y mítica América al parecer más allá de sus presentes vicisitudes”. Sin embargo, señala Bright, es una explicación demasiado simple de la cuestión, ya que las imágenes del paisaje no pueden ser percibidas sencillamente como un antídoto contra la política, “como un Salve Pastoral que nos arrulla de nuevo a través de algún primitivo sentido de nuestra propia insignificancia”.
La modernidad del término “paisaje” en la historia del arte occidental lo demuestra en cierto modo. El género paisajístico adquiere su más álgido momento de prestigio en los siglos XVII y XVIII.
En la tradición aristocrática clásica de la pintura, los paisajes eran principalmente campos para nobles actividades (jardines cuidadosamente cultivados arropaban a los dioses y héroes que los popularizaron). Con el triunfo social, en el S.XVIII, de la burguesía mercantil en Holanda, apareció un nuevo tipo de paisaje.
Aparentemente se trataba de un paisaje más “natural” que celebraba la propiedad privada: molinos de agua y de viento, barcos mercantes atracados en el puerto, tierra de cultivo, granjas... el estado burgués.
La pintura inglesa de paisaje, en el S.XVIII, seguía el modelo Holandés, aunque suplantaba la fórmula de su calidad con la agudeza científica de las ciencias empíricas y su descendiente, la tecnología.
La palabra “paisaje” en inglés, se refería entonces, específicamente a las pinturas Holandesas, y sólo más tarde denotó la idea más amplia de vista, panorámica o perspectiva.
Así, tal y como decíamos anteriormente, tanto si es noble, pintoresco, sublime o mundana, la imagen paisajística conlleva la impronta de su “pedigree” cultural. Un paisaje determinado incluye un enunciado seleccionado y construído. Tal construcción basada en selectos elementos incluidos o excluídos del cuadro ha siso el origen de la mayoría de las anotaciones de la crítica a lo largo de la historia del paisaje, pero el significado histórico y social de dicha selección de elementos rara vez ha sido abordado o incluso intencionadamente eludido.
Deborah Bright señala con gran agudeza algunas de la motivaciones sociopolíticas que condicionan la selección de los elementos a través del trabajo de los grandes fotógrafos que inauguraron su historia más personal y cuyas imágenes, según Bright, concebidas bajo la visión del ideal del colono americano ya no reflejan solamente el espíritu de una cultura, sino la imagen emblemática de un estado, imagen en la que la mayoría de la población nacional no sólo no se ve reflejada sino que percibe opresión (negros, hispanos, judíos, homosexuales).
No voy a repasar un tema excelentemente abordado por D. Bright, pero me sirve para establecer cierto paralelismo con el culto a la “Naturaleza salvaje” (que en Norteamérica, curiosamente, coincide con la eliminación del “ problema Indio” y el florecimiento de la Industria Fotográfica)
Podemos, como digo, parangonar el fenómeno del culto a la Naturaleza de la América de finales del siglo XIX con la actual renovación en la cultura occidental de una magnificación de la vida natural salvaje, en ambos casos motivada por la toma de conciencia de su exterminio.
Los zoológicos nacieron, en cierto modo, caracterizados por la misma nostalgia rezumante de una vida que se había convertido en algo artificial y obsoleto. La curiosidad y el esparcimiento en una naturaleza controlada motiva la asistencia a reservas naturales, jardines botánicos y parques zoológicos. En todos ellos se busca, además de lo no cotidiano, el reencuentro con un entorno natural, un paisaje, perdido en la memoria. Prueba de ello es que los más modernos parques zoológicos creen haber agotado la fórmula de exponer ejemplares animales como representación de la naturaleza ajena, sino que éstos han pasado a ser figurantes en escenarios que reproducen sus entornos naturales de origen. Mientras las selvas del mundo son devoradas por la maquinaria occidental, el hombre reconstruye trozos significativos de estos paisajes artificialmente.
A los primeros zoos les bastaba como atracción la simple presencia de los animales, evidentemente ya no en su estado natural. Más tarde, la media de la población occidental había visitado un zoológico o, cuando menos, había visto fotografías de los animales y sus entornos de origen.
No insistiré en la importancia documental de la fotorafía en este sentido, que, poco a poco, completó esa imagen que de los animales se tenía en los paisajes que condicionaban sus catacterística. El cine y la televisión han hecho que (en una sociedad que ve los animales, principalmente, pinchados en el tenedor o ladrando a sus pies) forme parte de nuestra cultura visual la captura de un antílope por un gran felino en un país lejano, con una vegetación, un clima y una geografía determinada y reconocible.
La imagen fotográfica conlleva una apreciación aparentemente minuciosa del detalle. Su calidad en aumento se basa en la mayorapreciación del detalle.
Ahora sabemos mejor que nuestros antepasados, aún cuando los leones desaparecieron de Europa hace más de mil años, que estos animales son algo más que un gran gato con melena, sino que su color terroso se aclara en su hocico, que poseen una peculiar caída de párpado y que se mueven de un modo particular. Conocemos sus hábitos y costumbres. Los hemos visto cazar y copular. Todo ello a través de imágenes fotográficas que evocan un mito paisajístico de la actualidad: la sabana africana.
Del mismo modo, a través de la visión de entidades tan fácilmente calificables como National Geographic asistimos a la misma colonización cultural en todos los rincones del mundo. La reverenciada exactitud de las reproducciones fotográficas ha hecho que los espacios que acogen a los animales de los zoológicos del mundo sean insuficientes en detalles de un modo evidente, hasta el punto de que no basta dar al animal un entorno cómodo, sino reconocible como su propio entorno a la vista de sus espectadores humanos. No se trata de rodearlo de su vegetación autóctona sino de situarlo en un decorado naturalista (no natural).
Si, por ejemplo, el zoo de Barcelona quiere asumir esta nueva concepción de galería tridimensional de paisajes (ya lo hacen zoológicos como el de Berlín, Londres o Nueva York) es posible que tenga dificultades para exponer sus ejemplares de lemúridos de Madagascar en una porción de bosque malgache. ¿Cómo disponer a corto plazo de un baobab, de un baniano, o del resto de árboles y plantas autóctonos? ¿Qué decir de sus elementos geológicos y climáticos? Es demasiado complejo a no ser que se reproduzca artificialmente, poniéndose la meta, propia de un espectáculo, de crear en el espectador la ilusión de entrar en las profundidades de la naturaleza malgache.
Ignoro si los makis de cola anillada apreciarán la diferencia, pero es evidente que el público accederá a un paisaje de que poseía referencias fotográficas, y son éstas el modelo de recreación, y comtemplará ante sus ojos las formas orgánicas de una baniano y de una baobab aunque su extraordinario parecido con un árbol de verdad contenga un conglomerado de polietireno, arpillera, fibra de vidrio y poliéster. Da igual. El efecto de la imagen fotográfica ha sido conseguido, por si fuera poco, en tres dimensiones. Y, como en el cine, se ha añadido, además del movimiento de los animales (y mecanismos de efectos especiales disimulados entre la combinación de vegetación natural y artificial) el de la húmeda bruma (lluvia micronizada - riego aéreo a base de ultrasonidos-) y los sonidos de la jungla (efectos sonoros con equipamientos digitales sofisticados) incluso se incluye (en el que yo tomaba parte activa al comenzar a desarrollar este discurso) el añadido de pequeños efectos dramáticos como proyecciones que simulan fugaces vuelos de murciélagos.
Ya no es suficiente convertir las reservas naturales en parques de atracciones donde contemplar el vuelo de un buitre o un insólito “geiser”; alguien se ha dado cuenta de que el público más ávido de naturaleza en conserva es urbano, que prefiere tenerlo todo más y más accesible cada vez. ¿Qué quién se ha dado cuenta? Bueno, entre otros muchos, el hombre para el que trabajé en la instalación "Madagascar", el director artístico Victor Alarcón, que parece convencido de encontrar un camino profesional interesante en el mundo de los espectáculos de difusión cultural, viables a través de instituciones como los museos de ciencias o los Zoológicos. He de aclarar que, anteriormente, Alarcón había creado ambientaciones y decorados para el teatro y el cine, así como para el Museo de Cera de Madrid y el de Barcelona, creado por su padre, Enrique Alarcón.
Merece la pena apartarnos un poco del tema y hacer un poco de historia.
Zoo de Fuengirola: Baobab
El paradigma fotográfico y la mentira en la estética de la divulgación naturalista.
Antes de empezar mi disertación, plantearé de antemano y abruptamente mi conclusión: la evolución de este tipo de “construcciones paisajísticas” está condicionada por la existencia de la fotografía. Más adelante trataré de explicarme al respecto, pero antes retomaré el hilo del comentario que hacía al final del capítulo, en el que me refería a la mentira en relación a la fotografía.
Efectivamente, ya me refería en el mencionado capítulo, aunque no estrictamente sobre el tema excluído del paisaje, a la tergiversación de la realidad que provoca la fotografía en base a su aceptación como imagen real.
Esta credibilidad de la imagen fotográfica nos da la oportunidad de prescindir de la presencia real de las cosas para admitir su existencia a través de sus imágenes fotográficas. Anteriormente a la fotografía, la pintura, el dibujo, la litografía y el grabado también servían para transmitir la imagen de algo a alguien que no lo tiene presente.
La fotografía se ha erigido como forma ideal de transmitir imágenes porque se ampara en su supuesta neutralidad. Quienes nunca habían visto un león ante sus propias narices, tal vez habían visto una reproducción en un grabado de un libro, o en una pintura, pero en esta imágenes se seleccionaban, inevitablemente, espectos considerados como significativos del animal. La llegada de la fotografía trajo la ilusión de poder ver la imagen de un león (continuemos, pues, con este ejemplo) tomada directamente, sin la intervención subjetiva del artista.
Con respecto al paisaje, hemos de recordar que, incluso antes de la aparición de la técnica de la fotografía existía ya la posibilidad de afirmar que, como ahora, era una verdad aceptada que entre el conjunto de espectadores con una educación media, el paisaje es generalemente concebido como un concepto que permanece al margen, indiscutiblemente, de política e ideología y que se refiere siempre a valores atemporales.
Mencionábamos, también, a la fotógrafa Deborah Bright (al respecto de su artículo "Of Mother Nature and Marlboro Men"-ver bibliografía-) quien observa que las imágenes de las tierras (en particular las Norteamericanas), tanto a nivel conceptual como histórico o literario “han sido utilizadas para evocar la constancia universal de una geológica y mítica América al parecer más allá de sus presentes vicisitudes”. Sin embargo, señala Bright, es una explicación demasiado simple de la cuestión, ya que las imágenes del paisaje no pueden ser percibidas sencillamente como un antídoto contra la política, “como un Salve Pastoral que nos arrulla de nuevo a través de algún primitivo sentido de nuestra propia insignificancia”.
La modernidad del término “paisaje” en la historia del arte occidental lo demuestra en cierto modo. El género paisajístico adquiere su más álgido momento de prestigio en los siglos XVII y XVIII.
En la tradición aristocrática clásica de la pintura, los paisajes eran principalmente campos para nobles actividades (jardines cuidadosamente cultivados arropaban a los dioses y héroes que los popularizaron). Con el triunfo social, en el S.XVIII, de la burguesía mercantil en Holanda, apareció un nuevo tipo de paisaje.
Aparentemente se trataba de un paisaje más “natural” que celebraba la propiedad privada: molinos de agua y de viento, barcos mercantes atracados en el puerto, tierra de cultivo, granjas... el estado burgués.
La pintura inglesa de paisaje, en el S.XVIII, seguía el modelo Holandés, aunque suplantaba la fórmula de su calidad con la agudeza científica de las ciencias empíricas y su descendiente, la tecnología.
La palabra “paisaje” en inglés, se refería entonces, específicamente a las pinturas Holandesas, y sólo más tarde denotó la idea más amplia de vista, panorámica o perspectiva.
Así, tal y como decíamos anteriormente, tanto si es noble, pintoresco, sublime o mundana, la imagen paisajística conlleva la impronta de su “pedigree” cultural. Un paisaje determinado incluye un enunciado seleccionado y construído. Tal construcción basada en selectos elementos incluidos o excluídos del cuadro ha siso el origen de la mayoría de las anotaciones de la crítica a lo largo de la historia del paisaje, pero el significado histórico y social de dicha selección de elementos rara vez ha sido abordado o incluso intencionadamente eludido.
Deborah Bright señala con gran agudeza algunas de la motivaciones sociopolíticas que condicionan la selección de los elementos a través del trabajo de los grandes fotógrafos que inauguraron su historia más personal y cuyas imágenes, según Bright, concebidas bajo la visión del ideal del colono americano ya no reflejan solamente el espíritu de una cultura, sino la imagen emblemática de un estado, imagen en la que la mayoría de la población nacional no sólo no se ve reflejada sino que percibe opresión (negros, hispanos, judíos, homosexuales).
No voy a repasar un tema excelentemente abordado por D. Bright, pero me sirve para establecer cierto paralelismo con el culto a la “Naturaleza salvaje” (que en Norteamérica, curiosamente, coincide con la eliminación del “ problema Indio” y el florecimiento de la Industria Fotográfica)
Podemos, como digo, parangonar el fenómeno del culto a la Naturaleza de la América de finales del siglo XIX con la actual renovación en la cultura occidental de una magnificación de la vida natural salvaje, en ambos casos motivada por la toma de conciencia de su exterminio.
Los zoológicos nacieron, en cierto modo, caracterizados por la misma nostalgia rezumante de una vida que se había convertido en algo artificial y obsoleto. La curiosidad y el esparcimiento en una naturaleza controlada motiva la asistencia a reservas naturales, jardines botánicos y parques zoológicos. En todos ellos se busca, además de lo no cotidiano, el reencuentro con un entorno natural, un paisaje, perdido en la memoria. Prueba de ello es que los más modernos parques zoológicos creen haber agotado la fórmula de exponer ejemplares animales como representación de la naturaleza ajena, sino que éstos han pasado a ser figurantes en escenarios que reproducen sus entornos naturales de origen. Mientras las selvas del mundo son devoradas por la maquinaria occidental, el hombre reconstruye trozos significativos de estos paisajes artificialmente.
A los primeros zoos les bastaba como atracción la simple presencia de los animales, evidentemente ya no en su estado natural. Más tarde, la media de la población occidental había visitado un zoológico o, cuando menos, había visto fotografías de los animales y sus entornos de origen.
No insistiré en la importancia documental de la fotorafía en este sentido, que, poco a poco, completó esa imagen que de los animales se tenía en los paisajes que condicionaban sus catacterística. El cine y la televisión han hecho que (en una sociedad que ve los animales, principalmente, pinchados en el tenedor o ladrando a sus pies) forme parte de nuestra cultura visual la captura de un antílope por un gran felino en un país lejano, con una vegetación, un clima y una geografía determinada y reconocible.
La imagen fotográfica conlleva una apreciación aparentemente minuciosa del detalle. Su calidad en aumento se basa en la mayorapreciación del detalle.
Ahora sabemos mejor que nuestros antepasados, aún cuando los leones desaparecieron de Europa hace más de mil años, que estos animales son algo más que un gran gato con melena, sino que su color terroso se aclara en su hocico, que poseen una peculiar caída de párpado y que se mueven de un modo particular. Conocemos sus hábitos y costumbres. Los hemos visto cazar y copular. Todo ello a través de imágenes fotográficas que evocan un mito paisajístico de la actualidad: la sabana africana.
Del mismo modo, a través de la visión de entidades tan fácilmente calificables como National Geographic asistimos a la misma colonización cultural en todos los rincones del mundo. La reverenciada exactitud de las reproducciones fotográficas ha hecho que los espacios que acogen a los animales de los zoológicos del mundo sean insuficientes en detalles de un modo evidente, hasta el punto de que no basta dar al animal un entorno cómodo, sino reconocible como su propio entorno a la vista de sus espectadores humanos. No se trata de rodearlo de su vegetación autóctona sino de situarlo en un decorado naturalista (no natural).
Si, por ejemplo, el zoo de Barcelona quiere asumir esta nueva concepción de galería tridimensional de paisajes (ya lo hacen zoológicos como el de Berlín, Londres o Nueva York) es posible que tenga dificultades para exponer sus ejemplares de lemúridos de Madagascar en una porción de bosque malgache. ¿Cómo disponer a corto plazo de un baobab, de un baniano, o del resto de árboles y plantas autóctonos? ¿Qué decir de sus elementos geológicos y climáticos? Es demasiado complejo a no ser que se reproduzca artificialmente, poniéndose la meta, propia de un espectáculo, de crear en el espectador la ilusión de entrar en las profundidades de la naturaleza malgache.
Ignoro si los makis de cola anillada apreciarán la diferencia, pero es evidente que el público accederá a un paisaje de que poseía referencias fotográficas, y son éstas el modelo de recreación, y comtemplará ante sus ojos las formas orgánicas de una baniano y de una baobab aunque su extraordinario parecido con un árbol de verdad contenga un conglomerado de polietireno, arpillera, fibra de vidrio y poliéster. Da igual. El efecto de la imagen fotográfica ha sido conseguido, por si fuera poco, en tres dimensiones. Y, como en el cine, se ha añadido, además del movimiento de los animales (y mecanismos de efectos especiales disimulados entre la combinación de vegetación natural y artificial) el de la húmeda bruma (lluvia micronizada - riego aéreo a base de ultrasonidos-) y los sonidos de la jungla (efectos sonoros con equipamientos digitales sofisticados) incluso se incluye (en el que yo tomaba parte activa al comenzar a desarrollar este discurso) el añadido de pequeños efectos dramáticos como proyecciones que simulan fugaces vuelos de murciélagos.
Ya no es suficiente convertir las reservas naturales en parques de atracciones donde contemplar el vuelo de un buitre o un insólito “geiser”; alguien se ha dado cuenta de que el público más ávido de naturaleza en conserva es urbano, que prefiere tenerlo todo más y más accesible cada vez. ¿Qué quién se ha dado cuenta? Bueno, entre otros muchos, el hombre para el que trabajé en la instalación "Madagascar", el director artístico Victor Alarcón, que parece convencido de encontrar un camino profesional interesante en el mundo de los espectáculos de difusión cultural, viables a través de instituciones como los museos de ciencias o los Zoológicos. He de aclarar que, anteriormente, Alarcón había creado ambientaciones y decorados para el teatro y el cine, así como para el Museo de Cera de Madrid y el de Barcelona, creado por su padre, Enrique Alarcón.
Merece la pena apartarnos un poco del tema y hacer un poco de historia.
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