El paisaje y el pensamiento anglosajón.
En todas las culturas amparadas en sus respectivas creaciones literarias existe un caudal vivo y cargado de encanto. Un caudal de antiguos cuentos y leyendas, de héroes y personajes deambulando por paisajes que seducen a niños y guardan para los mayores, como dice S. Clot, “el atractivo sonriente de unos viejos amigos”.
Mi intención en estas líneas no alberga ninguna pretensión histórica ni ningún rígido método analítico. No quiero estudiar el folklore, ni el alma céltica que arrastro desde niño, ni analizar el genio anglosajón. Mi intención no es discutir las fuentes primeras ni determinar la parte que aportaron los diversos investigadores.
Es tarea para eruditos discutir si los cuentos sobre el rey Arturo tienen un origen bretón, si han sido contados a ambos lados del Estrecho, escritos en inglés o en francés, traducidos, imitados, copiados, refundidos, desarrollados, o, problablemente, cambiados para al final encontrarse todos en la obra de Malory en el S. XV.
Lo único que pretendo es apuntar la decisiva importancia del paisaje como protagonista de la literatura inglesa y cómo esta incide en el pensamiento anglosajón a lo largo de su historia. No podemos entender el paisajismo de Turner si no comprendemos las connotaciones que el paisaje adquiere en el arte plástico inglés a través de sus demás manifestaciones artísticas. Sólo tenemos que pensar en todas las leyendas extranjeras que Inglaterra se apropió y que sólo ella ha hecho célebres (ver S. Clot:, "Cuentos y leyendas de Gran Bretaña")
Shakespeare, como siempre, ejemplifica el poder de la literatura inglesa para darnos a conocer el fin trágico de Romeo y Julieta o el furor celoso de Otello a partir de oscuros cuentos italianos. Sin embargo, la superioridad anglosajona para reajustar la efectividad de las claves de una narración no se debe a un talento espontáneo de sus creadores, sino construye un paisaje a la medida de la fantasía como representación de la realidad.
La Dama de la Fuente, la Dama del Lago; los bosques y montañas que deben cruzar y vencer los Siete Paladines, son producto de la significación céltica que adquiere la naturaleza y el paisaje que éste produce, en el que ningún árbol, ninguna colina, está desprovista de espíritu e intrahistória propios. Un paisaje de símbolos que se superpone a cualquier paraje que acoja un acontecimiento significativo.
Cuando Tennyson, el poeta laureado de la era victoriana, busca la expresión del ideal de su tiempo, no hace más que dotar de brillantez mítica a los paisajes y personajes de los viejos cuentos de Mabingion y de Tomás Malory.
¿Y qué decir de la suntuosidad otorgada a estos mismos parajes, confundidos entre el mito y el recuerdo histórico, por el misticismo del arte de Bume-Jones, Watts y Rossetti? Las aventuras de Robin de los Bosques tocan la vida histórica de Inglaterra de una forma peculiar: los oprimidos buscan alianza en el paisaje más desfavorable, el bosque selvático de Sherwood, para utilizarlo como ventaja victoriosa. Sobrevivir al paisaje más temible supone vencer en su interior a todas las fuerzas del mal usándolo como aliado. En tiempos de la dominación normanda, la tradición sajona está conservada por los hombres libres del bosque, “niños mimados de un pueblo oprimido que encuentra su revancha en las baladas alegres y maliciosas donde e opresor burlado y vencido es el hazmerreír de todos” (S. Clot)
Esta sociedad de vencedores normandos y de vencidos sajones, de caballeros, de burgueses, y de campesinos describe y es resumida a su vez en los Cuentos de Canterbury, fruto del comportamiento de la gente que en el S. XVI, amparándose en una tradición narrativa que brotaba de cada piedra, de cada terrón, intentaba olvidarse de la lentitud de los viajes contando o escuchando cuentos salidos del mismo paisaje que atravesaban, haciéndolo al igual que los turistas contemporáneos reunidos tomando café en el hall de un hotel, unidos por el mal tiempo y discutiendo las noticias servidas en bandeja por los periódicos de la mañana.
El paisaje simboliza una identidad nacional al margen o no de sus connotaciones políticas. Me parece significativo que grandes analistas de la realidad inglesa a través de la literatura hayan sido, precisamente, irlandeses, como Swift, Shaw o Joyce, hijos de una antigua tradición de un pueblo cuya cultura no profundizó en el conocimiento de la fauna y flora de sus bosques, que antes de la Edad Media poseían un entorno muy distinto climáticamente. La conquista del paisaje silvestre por el humano está patente en la campiña inglesa, pero el poder de los mitos feéricos viene de la convivencia con múltiples especies zoológicas y una visión imaginativa de un entorno natural frondoso, de inviernos lóbregos y primaveras espléndidas. El bosque marca con sus lindes la frontera entre lo humano y lo animal, ancestralmente totémico, espiritual. Irlanda, Escocia y Gales, ante la invasión Inglesa, acentuaron culturalmente la identificación con ese componente de la naturaleza ajeno a la conquista del paisaje civilizado.
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