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viernes, 16 de marzo de 2012

Digo, miento, fotografío. PREFACIO

Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971 (detalle).


Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971


René Magritte: "Los paseos de Euclides"

J. Kosuth: "Una y tres sillas", 1965.



Digo, miento, fotografío.

PREFACIO


Tomar nota de algo es un requisito profundo y, a la vez, un mero trámite mnemotécnico.
El camarero del bar de la esquina, harto de tomar nota de todas las cuentas de teléfono del marcapasos del local, ha adquirido la retención fotográfica de las cifras de dígitos rojos y luminosos del cajetín de la compañía telefónica (esta escena ya es rara, por la evolución de los servicios públicos y privados de telefonía, lo que ejemplifica lo rápidamente que cambian los hábitos al ritmo de la evolución tecnológica de nuestra especie, un eco de la evolución biológica fuera de las fronteras de nuestro cuerpo).
En su invisible partitura de trabajo, el camarero ha omitido una nota. Se está evitando una molestia con un pequeño esfuerzo de su memoria visual.
Puede dar línea a tres clientes consecutivos y atender peticiones de pinchos de tortilla y carajillos sin olvidar la deuda de teléfono de bigote-caña, chaval-trinaranjus y morena-sol-y-sombra.
Tomar nota de por dónde va una línea de nuestro pensamiento nos lleva a surcar el campo de trabajo, el papel, de renglones equidistantes.
Buscamos un esquema ordenado de pensamientos en un esquema visual de representación escrita de dicho pensamiento, y establecemos un estándard pautado que se convierte en una necesidad, conduciéndonos irremisiblemente a que torcer las líneas esté mal visto o, cuando menos, resulte más visible.
La negatividad de la imagen de un reglón torcido “genera”, a la vez que “nace de”, nuestra búsqueda de soportes para la exposición de nuestras ideas, deseos y demandas, lo más asequibles posible. Y nos atenemos a los deseos y demandas mayoritarios, porque dan dinero de muchos, o porque influyen en muchos que dan dinero; o bien atendemos a los deseos de las minorías, que dan mucho dinero de algunos, que por esta razón influyen en las ideas, deseos, ofertas y demandas de los demás, los mayoritarios. Todo ésto se refleja, sin duda, en la disposición de los renglones en los distintos formatos de escritura , en los cuales ha influído la disposición de las piezas de la maquinaria (en toda su extensión) de imprimir.
En el parvulario nos hicieron escribir en pautas horizontales, paralelas, en parejas separadas por dos distancias desiguales. Ni siquiera teníamos opción de dar uso a la separación más ancha, o nos tachaban de desmesurados. Debíamos aprovechar el papel, y no sólo por cuestiones ecológicas, achicando los caracteres entre dos líneas muy cercanas, pero que nunca se encontraban, limitándolos por arriba y por abajo. Así, algún día, escribiríamos con letras de altura proporcionada, semejante. Después nos acostrumbramos también a reticular nuestro pensamiento superponiendo dos comprimidas pautas perpendiculares. Base por altura: bidimensionalidad. Letras equidistantes. Cientos de invisibles diagonales a cuarentaicinco gandos. Papel cuadriculado.
Yo no prescindo de los renglones, aunque me los salte con los ojos vendados, porque recuerdo donde estaban, y sé que sólo a ciegas no tropezaré con ellos puesto que, como Dios, son, pero no están.
Un acontecimiento singular es tanto más decisivo, no por sus causas y consecuencias, sino por su propia singularidad. A menudo, la banalidad de las existencias sólo se justifica a través de la reiteración de pequeños actos singulares, únicamente con el propósito de “llenar” el tiempo que ocupa nuestro espacio vital, de marcas equidistantes, que nos ayudan a medir nuestra dimensionalidad espacio- temporal. Los seres vivos dejan marcas y señales para los demás seres vivos, sean o no de su especie. El hombre, además, pertenece al grupo de los que deja señales para sí mismo, y sustituye el motivo de la señal por la propia señal, pues de este modo, en el momento en que encuentre un nuevo motivo de interés, podrá completar su significado sólo con la presencia o ausencia no de antiguos motivos de fenómenos conocidos, sino de sus señales, hasta que instaura una nueva señal cuyo motivo sea la presencia o ausencia de otras señales [...]que significan la presencia o ausencia de las primeras señales y sus primeros motivos. Los principales acontecimientos que rigen la existencia de un determinado grupo social son, en su mayoría, muy similares o idénticos para todos los individuos que los integran con una significativa dependencia de sus roles sociales. Es por esto que, a menudo, en cualquier sociedad cuyos esquemas de desarrollo sean lo sufucientemente simples, la reiteración de actos, equidistantes en relevancia y duración temporal, constituyen una melodía social interna en la que cualquier “salida de tono” será fácilmente señalada aunque su tono no sea fácilmente aprehensible.
Es frecuente, por ejemplo, que, en numerosos reductos sociales, el Nombre, impuesto o heredado, de una persona, lejano ya de su significado original, vuelve a buscar sus señas de identidad a través de la adjetivación servida en forma de un singular y personal apellido: el mote.
¿Quién es ése? Es la eterna pregunta del senil y locamente lúcido padre que recorta fotografías ajenas en “El Tragaluz” de Buero Vallejo.
Se repite la pregunta ¿Y quién es ése? pues mira.....
- .... ése es un hombre.
- Ya. Como yo.
- Sí. Pero éste es pescador.
- Entiendo. También yo y mis colegas lo somos.
- Bueno. Pero es que éste sale a pescar a diario.
- De acuerdo. Muchos pescadores lo hacen. Casi todos.
- Su padre era pescador.
- Como la mayoría...
- ¡Se llamaba Juan!
- Conozco muchos Juanes.
- Él se llama José.
- Conozco muchos Pepes.
- Sí. Pero éste viene por esta taberna.
- Todos lo hacemos a diario.
- Ya. Pero Pepe, aquel día, pagó la ronda con una cola de atún.
- ¡Ah! ¿Éste es el “rabo bonito”?

La singularidad, la personalidad adquirida por un acontecimiento en el límite de lo trivial, por una acción o por el objeto directo (sujeto paciente de la forma pasiva de dicha acción) se convierte en el sustantivo del protagonista de la acción. En la Galicia portuaria es prácticamente imposible, muy a menudo, eludir el mote sea adquirido o heredado. El pescador “rabo bonito” de mi ficticia escena de taberna podría fácilmente haber adquirido su sobrenombre, su alias (imagen especular, no de su nombre, sino de los elementos de una acción pasada) de cualquier antepasado suyo que hubiese pagado una ronda con un rabo de bonito, y, seguramente, alguno de sus hijos heredaría el apodo. Una operación lingüística aportará irremisiblemente, por un proceso social, un rasgo distintivo a la imagen mental de un individuo concreto adquirida por un colectivo que la diversifica.
Si reflexionamos sobre la transcripción/traducción/representación que hace operar nuestra máquina cognitiva, advertimos cómo en la transcripción/traducción/representación de la realidad que nos circunda nuestras múltiples formas de lenguaje generan estructuras mentales, entre cuyos componentes podemos establecer correspondencias léxicas y por ende temáticas, o bien temáticas ergo léxicas.
El hombre experimenta la realidad a través de los datos, profusos aunque limitados, que le ofrecen sus sentidos, y dota de significados múltiples a los datos resultantes de la combinación de aquellos otros datos primitivos recombinados. Los datos visuales se contrastan con los datos táctiles, auditivos etc. Intentemos explicarlo mediante un ejemplo no excesivmente peregrino:
La significación que otorgamos a las gamas de colores fríos a menudo la convertimos en sinónimo de tonos bajos, tanto desde el punto de vista acústico como desde el visual. En la lejanía, la atmósfera filtra los tonos cromáticos altos de modo que sólo percibimos tonalidades bajas, frías. Los sonidos agudos, por su corta longitud de onda, precisan de mayor intensidad que los sonidos graves para incrementar su radio de audición. Los sonidos graves son presagio de algo que se acerca desde lontananza, a menudo desconocido e indescifrable como un rumor a caballo de la incertidumbre; algo lejano, azulado. Amenazador si viene, nostálgico si se aleja. En inglés “ blue”, azul, denomina también a la tristeza, la nostalgia. En el proceso de representación se da más de un proceso de transcripción.
Toda producción artística se sirve de un lenguaje intrínseco que guarda relación con los mecanismos de interpretación del entorno propio del ser humano. A éste, la comprobación de su entorno, la comprensión de su mundo le atrae de un modo necesario, y su observación es “anotada” en forma de recreación a través de todos los medios posibles, entre los que se incluyen las distintas formas de arte.
Este proceso de recreación procura al ser humano la seguridad, o cuando menos la aparente tranquilidad, de tener un control accesible de los fenómenos que le rodean, así como de mantener su natural estado de alerta para afrontar cualquier tipo de acontecimiento registrado por sus sentidos. Tal vez de ahí, de una forma primitiva, nazca su necesidad de recrear su entorno o “(re)crear” entornos nuevos, posibles o imposibles, que le ayuden a tener alguna certeza del suyo propio.

¿Cuál es el motivo primordial de esta necesidad de recreación? Los estudios antropológicos y quinéticos apuntan a principios comunicativos. Las formas más primitivas de lenguaje son descriptivas (como la mímica), y, por tanto, figurativas. Así pues, el embrión del hombre de hoy es un ser descriptivo por imperativos sociales que se basan en necesidades de supervivencia.
La principal diferencia entre el hombre de Neanderthal y el de Cro-Magnon es el abandono de una inteligencia básicamente memorística por otra deductiva. Las recientes investigaciones se centran sobremanera en las actividades y capacidad intelectual de las distintas especies de homínidos que coexistieron y/o se fueron sucediendo en la conquista de los distintos hábitats, cambiantes con la evolución climática y geológica, o por la presión ejercida por otras especies para la conquista de nuevos territorios.
El cerebro del humano, concebido como un almacén de información, tiene que buscar el modo de darle cabida sin seguir aumentando su volumen. Reputadas (y, para algunos sectores críticos, refutadas) teorías antropológicas señalan que aquel ser primitivo dependía, dada su relativa inferioridad física, de tal forma, de la “orden” genética “hay-que-acumular-información” que las generaciones aumentaban la capacidad craneal a una velocidad que la capacidad pélvica de las hembras era incapaz de asumir, con lo cual sólo aquellos que habían desarrollado la parte frontal (deductiva) del cerebro sobrevivían (un Neanderthal poseía no sólo los recuerdos de sus propias experiencias sino, incluso, las de sus antepasados, almacenadas en la zona occipital de sus arcaicas “computadoras” cada vez más intolerablemente grandes). Sabían que el fenómeno “H” era, por ejemplo, negativo, porque era consecuencia del fenómeno “G”, y éste del “F”, y así sucesivamente hasta el “A”, que era dañino (soy consciente de lo abrupto de mi explicación); así pues, los recuerdos antiguos, las “causas originales de las cosas”, son los primeros en 'desaparecer', quedando implícitos en sus consecuentes, asimilándose al conocimiento instintivo de las cosas.
El nuevo ser humano tendrá que agilizar su capacidad de deducción empírica usando como base inmediata de sus razonamientos conocimientos de origen desconocido, a no ser que otro semejante le trasmista esa información a través de actos comunicativos.
Vemos, pues, que es imposible afirmar que exista un momento concreto en el que el hombre empiece a hacer uso de su forma particular de lenguaje, puesto que éste es fruto de todas las posibles formas de comunicación del reino animal, organizadas en un sistema de pensamiento deductivo paulatinamente más y más complejo.
El lenguaje oral se desarrolla simultáneamente al perfeccionamiento de las demás capacidades comunicacionales del hombre ya sean quinéticas o plásticas, y aprovecha una capacidad laríngea desarrollada a partir de una nueva disposición anatómica favorecida por el bipedismo. Lo importante, en todo caso, es que el hombre tal vez se defina como tal desde el momento en que es capaz de señalar algo a un semejante sin que este 'algo' esté presente, esto es, desde el momento en que el hombre es capaz de representar la realidad para poder, cómodamente, prescindir de ella como de sus recuerdos vívidos, en aras de una más rápida capacidad colectiva de resolución de problemas. No sólo es capaz, al fin, de deducir que donde hay humo hay fuego, sino que incluso la imagen del humo no avistado aún por él puede serle confirmada por un semejante, del mismo modo que éste puede comunicarle que tal o cual fruto no es comestible aún ignorando el motivo. Los motivos, causas o acontecimientos ejemplares no experimentados si no a través de la comunicación, dan lugar al mito, que es inherente a toda forma de representación. Y, con el mito, nace la tentación de la mentira. Pero de esto me ocuparé más adelante.

A lo largo de este apéndice a "El Animal Invisible", intentaré plantear cuestiones básicas de nuestra cultura visual antes de entrar en el universo más particular de las imágenes zoológicas, un pequeño repaso, a través de ejemplos ajenos, en su mayoría, que esbocen aunque sea tímidamente, los conceptos lingüísticos, antropológicos, semióticos o artísticos que merecen ser repasados y reagrupados para servir a mi discurso.
El estilo de éste es un tanto helicoidal, girando en torno a un eje central que tal vez no llegue a ser tocado, pero buscando que en cada vuelta contemplemos algún detalle nuevo, que nos remita a la significación de las imágenes animales en la cultura occidental contemporánea, desde la perspectiva de las manifestaciones divulgativas que parten de (o pasan por) nuestro país.
Sé que a menudo pareceré haber entrado en terrenos ajenos al tema central (que no es sino una excusa más para reflexionar sobre el mundo de la producción de imágenes), que no llego a aproximarme del todo a ningún hallazgo intelectual aprehensible, pero confío en que los lectores sepan seguirme pacientemente, o que pierdan la paciencia y prescindan de leer algo que se les antoja obvio y se decidan a leer en primer lugar la tercera parte, de la que las dos primeros no son sino apéndices que sirven de acceso.
En "Digo, miento, fotografío", expongo ciertas cuestiones alrededor de los conceptos de arte y lenguaje. Mi propia selección responde a una búsqueda particular, indudablemente presentida, pues sería arrogante decir premeditada, pero en todo caso encaminada a iluminar (con una luz inevitablemente filtrada en algún tono) rincones significativos de la teoría y práctica de la imagen.
En "El Árbol de Plástico", me planteo problemas más concretos del arte figurativo como alias del mundo real, de los ardides del arte realista para definirse como tal, delatándose delator de nuestras particulares dotes para percibir el mundo.
En ambos apéndices contextualizo las preguntas más concretas que me suscitan las imágenes zoológicas, tema central de "El Animal Invisible", donde me dejo llevar por las reflexiones acerca de la imagen de teóricos y especialistas de otros campos del saber, quienes recurren a la imagen como recurso, pero que sólo puntualmente se refieren a ella con el mismo rigor que al contenido que ilustra. De igual modo, también ciertos teóricos del arte y la cultura visual, cuando ocasionalmente se refieren a representaciones de animales, profundizan tanto en la imagen del animal que se olvidan del animal de la imagen. Nuestra relación con las distintas especies animales y la imagen que de ellos tenemos, pasan por la mirada de ilustradores, fotógrafos, infógrafos, cineastas y realizadores de vídeo, bajo el paradigma fotográfico.
Antes de pasar a analizar los aspectos lingüísticos de la fotografía, dado que voy a hacerlo como base para su definición artística, debo aclarar mi posición con respecto al fenómeno del arte en relación a los fenómenos lingüísticos.
Debemos, primeramente, acotar la dificultosa definición del lenguaje que, como Hjelmslev se pregunta, tal vez poseemos o tal vez somos.

“ El desarrollo del lenguaje está tan indisolublemente ligado al de la personalidad, al de la nación, al de la humanidad, al de la vida misma, que sentiríamos la tentación de preguntarnos si es sólo un simple reflejo de todo ello o si, por el contrario, es todas esas cosas; la fuente misma de la que nacen”.

He de decir que comparto aquella vieja sensación que llevaba a los antiguos cabalistas hebreos a la búsqueda entre (que no en) la transcripción, traducción, reproducción (y visión) del nombre de un objeto de la realidad (si existe) de ese objeto. Si vemos en ese objeto al hombre, ser dotado de lenguaje, ser expresante, ¿ no vemos acaso al verbo hercho carne?. ¿Es el hombre lenguaje?. ¿O es el lenguaje hombre?. Juegos verbales aparte, aunque el lenguaje no sea exclusivamente un medio de comunicación, podemos y debemos ajustarlo al esquema general de toda transmisión de información: mensaje, referente, contexto y código entre un emisor y un receptor.
En este sentido, el arte constituye la indagación en el “no lenguaje”, es decir, el lenguaje provisto de estos rasgos pero carente de alguna de sus funciones concretas, o en la creación de un segundo plano del referente y el código.
El arte es lenguaje sobre lenguaje, o, cuando menos, lenguaje sobre signos reconocibles reorganizados. El lenguaje oral, asumido como modelo de las demás formas posibles de lenguaje, se caracteriza como un sistema (totalidad estructurada). Es sólo comprensible en su totalidad, prescindiendo de los valores de representación real de verbo y sustantivo, en la medida en que sus elementos tienen un valor, por así decirlo, que les viene dado por ser lo que los otros no son: se definen por oposición.
Así pues, toda emisión lingüística está articulada, definiendo el sistema en el que se inscribe como un medio de comunicación cuyas unidades constituyen tal sistema y cuyas emisiones, articuladas, pueden descomponerse en unidades menores.
A través del socorrido y siempre recurrente discurso de Kandisky podemos, no sin esfuerzo, ajustar las formas de arte a tan restringida definición, que, como observamos de forma bastante efectiva en la obra de Doris A. Dondis ("Sintaxis de la imagen"), establece no pocas correspondencias razonables con la representación visual.
No obstante, todavía nos queda el aspecto extracomunicacional de toda forma de lenguaje: la autoexpresión. El lenguaje, como apunta Chomsky, más allá de la concepción estructuralista, permite un discurso interno que al parecer no puede darse al margen de una lengua concreta (Chomsky, N.: "Lingüística cartesiana", Gredos, Madrid 1969; p. 71). Vicente Benet ("Cuestión de lenguas. Parafrasia y noxistencia", 1x1,nº 35, Abril-Mayo 1993) toma nota del siguiente párrafo del poeta francés Stéphane Mallarmé Cinceló:

“ las lenguas, imperfectas en su ser varias, falta la suprema: pues pensar es escribir sin accesorios, ni cuchicheo sino tácita la inmortal palabra, la diversidad, sobre la tierra, de los idiomas impide que nadie profiera las palabras que, de otro modo, se hallarían, por una acuñación única, ella misma materialmente la verdad”.

La cita de Mallarmé no sólo ilustra la reflexión Chomskyana sobre el “algo más” del lenguaje transferido a su expresión artística, sino que nos lleva de nuevo a la revisión del concepto cabalístico de una realidad sólo aprehensible a través de su transcripción / representación / traducción. ¿Qué es lo incomunicable en las formas de comunicación? ¿Qué aspecto del lenguaje, fácilmente aprehensible, nos ilustra esas carencias de las que el arte visual se nutre? ¿En que medida la fotografía participa o no de tal aspecto, si existe, teniendo en cuenta su relevante papel en la comunicación y transformación del lenguaje humano de este siglo?

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