Volvemos a uno de nuestros temas favoritos al margen del arte antrozoológico: representar lo representado o, mejor aún, reproducir reproducciones. Nos referimos al viejo problema planteado ejemplarmente por Magritte en su cuadro "Los paseos de Euclides" o en su famosa serie de cuadros bajos el título de "La venganza":
el cuadro dentro del cuadro.
Lo hacemos a través de la obra de un fotógrafo no por más tardío menos ejemplar:
Gilbert Garcin, quien nos dejó el pasado mes de abril, y nos sumergimos también en la concepción del arte figurativo como simulacro, lo que nos hace rememorar especialmente nuestras selecciones y comentarios de trabajos artísticos que han recurrido de un modo u otro a la escenografía y particularmente al
diorama.
El caso de Garcin es peculiar por muchos motivos, ya que construye dioramas con recortes de sus propias fotografías, por lo que flirtea tridimensionalmente con el collage fotográfico y con el fotomontaje de una forma muy básica, lúdica, casi pueril o ingenua, alcanzando no obstante una rotundidad poética ciertamente inusual.
En entradas precedentes hemos tratado de exponer y resumir lo que más reclamaba nuestra atención del
diorama como recurso artístico y expresivo, cuyos máximos exponentes bajo nuestro modesto punto de vista son
Thomas Doyle y
Patrick Jacobs:
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Jorge Mayet |
La principal
peculiaridad de los dioramas tridimensionales a escala es su parecido
con los sistemas de preservación y exposición propios de los museos de
historia natural, matraces de formol y glicerina, acuarios y terrarios.
A
su vez nos proponen mentalmente un paralelismo con la fotografía y su
capacidad de preservar trocitos del mundo real en el espacio y en el
tiempo.
Aunque el formato clásico es paralelepípedo, un hexaedro como
cualquier acuario clásico, las esferas transparentes también nos remiten
a las bolas de cristal asociadas a la magia visionaria y a los pequeños
paisajes navideños nevados en micromundos ralentizados por el medio
acuático.
(...)
Comprobamos en nuestras búsquedas por la red que el arte del diorama
sigue constituyendo un recurso para hablar de nuestra relación con la
naturaleza, dado que la mayor parte de los ejemplos que encontramos
reproducen elementos naturales, vegetación, paisajes...naturalezas en
miniatura o a escala, aunque no siempre sea así (recordemos las
peculiares creaciones de ficción irónica de Hrjoe Photography
y su humorística visión de los superhéroes). Hemos encontrado este
denominador común en obras tan parecidas y tan diferentes como las de Thomas Doyle,, Maico Akiba, Jorge Mayet y otros tan interesantes como Arron Kuiper y sus paisajes de pintura tridimensional o Guy Laramée y sus libros esculpidos, así como representantes de lo que aquí solemos denominar escenografías naturalistas, tanto si están constituídas por elementos naturales como si son un completo artificio de apariencia natural.
El diorama es
una escenografía a escala, un recordatorio tridimensional de lo que la
fotografía hace con la naturaleza, por lo que se convierte en peculiar
cómplice de la fotografía, sea con fines específicos y narrativos a
través del cine y la publicidad, o con fines críticamente documentales
como en el caso de Valentín Vallhonrat y sus sueños de animales o trabajos análogos realizados en escenografía museísticas como los de Alexander Timtschenko o Don Freeman y sus series sobre el Museo de Historia Natural de Nueva York.
Pero el diorama fotográfico, esa especie de collage tridimensional de Gilbert Garcin, nos sumerge en un mundo simbólico absolutamente personal y peculiar, y sólo funciona desde un punto de vista único registrado por su cámara para ser reproducido en la copia fotográfica.
Gilbert Garcin, nacido en la villa La Ciotat, en la región de Provenza, en 1929, no fué un fotógrafo hasta que se lo permitió su condición de aficionado tardío. De hecho, ya durante su juventud se dedicó a un negocio de fabricación y venta de lámparas en el que ocupó su vida hasta su jubilación, siendo ésta su única vinculación indirecta al "arte de la luz". De hecho, comenzó su carrera artística en 1995, a los 65 años, después de
participar en el festival Rencontres d'Arles, donde participó en talleres con
diversos fotógrafos entre los que destaca Pascal Dolemieux.
Sobre él, wikipedia recoge el siguiente resumen:
A pesar de haber comenzado su trayectoria fotográfica a una edad
avanzada, Gilbert Garcín ha publicado varios libros y ha presentado su
obra en más de cien exposiciones individuales, así como en decenas de
exposiciones colectivas, en países como Francia, Grecia, Portugal, Cuba,
Estados Unidos, Brasil, Canadá, Hungría, entre otros.
El trabajo fotográfico de Garcín se basó en el fotomontaje, para
lo cual utiliza prioritariamente técnicas analógicas.
En la mayor parte
de sus fotografías aparece él mismo, y algunas veces también su esposa,
como protagonista de diversas situaciones que recurrentemente hacen
alusión a personajes míticos como Sísifo o Ícaro.
De acuerdo con
diversos críticos, entre los que destacan Christine Ollier2 y Armelle Canitrot,3 su estética remite a las imágenes del cineasta Jacques Tati y del artista surrealista René Magritte.
Hace años ya le dábamos vueltas a la surrealidad observada como un bucle narrativo en René Magritte cuando plantea la gran duda perceptual que plantea el cuadro dentro del cuadro, y lo hacíamos desde el punto de vista de la percepción visual y su relación con las artes figurativas en cuanto que reproducciones de porciones de realidad. Lo que el arte reproduce es insignificante ante lo que representa, puesto que para la mayor parte de los críticos e historiadores del arte éste es representación, y no mera reproducción, argumento que servía a teóricos y filósofos que han cuestionado la condición artística de la fotografía, como Roger Sruton, por ejemplo, argumentando que al no existir la mediación interpretativa y selectiva del artista, como en la pintura, la fotografía que capta una cámara es poco más que un accidente mecánico que se limita a reproducir lo que ve. Si la fotografía es reproducción, no es arte, y si hay arte en lo fotografiado es sólo por su disposición premeditada, por lo que dicha escenificación puede ser arte, pero su documentación fotográfica, no. Las fotografías de fotografías de Garcin tal vez arrojen algo de luz sobre esta cuestión.
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René Magritte
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Según
Roger Scruton,
“ante una fotografía, uno menciona las
particularidades del asunto: ante un cuadro, únicamente el aspecto
observable captado en el cuadro”. Sin embargo, podemos objetar a
Scruton el hecho de que hace referencia a una visión única posible de
ambos.
Por añadidura, parece ignorar la responsabilidad del fotógrafo sobre el
asunto, cuya materialización a menudo es obra suya, sin ejercer
estrictamente de escenógrafo. Scruton no considera fotografía, siquiera,
a aquella que reproduce una representación (foto “creativa”- moda,
publicidad, fotomontaje, efectos de estudio y laboratorio, decorados,
falsos fondos...).
Estoy de acuerdo en que el producto técnico de la
fotografía no es estrictamente una representación, pero la elección del
asunto, común a pintor y fotógrafo, constituye un innegable factor de autoría
que implica una representación en la estructura profunda del artista, y
cualquier fotógrafo efectúa dicha operación análogamente a cualquier
artista plástico, sólo que el material que utiliza es diferente.
El
objetivo sustituye al ojo. La luz de los objetos substituye a la
pintura. Ésta representa la luz ( y el color) señalando un contraste de
valores. Las sales de plata o los fotositos del sensor digital señalan la luz representando el contraste
de valores que observamos en la realidad, sustituyendo al pincel. El
carácter variable de dicha valoración implícito en las combinaciones de
diafragmas, focales y velocidades de exposición, dotan a cada
fotografía de un carácter de búsqueda que consigue resultados tan
acertados o casuales como en la pintura.
En ambos casos es fácil hacer sonar la flauta. La “melodía” resultante
sólo podrá ser apreciada en base a su coincidencia con la convención
“musical” del espectador.
La paradoja que plantea la representación
fotográfica es que confundimos sus convenciones con las de la realidad
visual y ésto es muy limitadamente cierto por diversas razones.
En
primer lugar, nos aferramos a uno de los sentidos más engañosos que
poseemos. La palabra “espejismo” adquiere muchas más connotaciones que
su significado original, y no concebimos fácilmente un equivalente al
espejismo a través de nuestros restantes sentidos.
La ilusión óptica tiene un nombre bien común, pero no suele ser aplicada
a fenómenos basados en el mismo principio. El problema radica en que,
convencionalmente, nuestra cultura representa la realidad por culpa de
una cuestión de mera semejanza, agravada por el hecho de que la
reproductivilidad de la fotografía hace que, como objeto real, un copia
se nos presente idéntica a otra, por lo que creemos que ambas son
reflejo fiel de la realidad, cuando en realidad lo son de una
abstración.
El idiolecto fotográfico no es real, es imaginario, al igual
que nuestra representación del discóbolo de Mirón a través de todas
las copias y fragmentos de copias que conservamos, pues lo único que
retenemos es el instante representado.
La fotografía incrementa el efecto de nuestra realidad inscrita en otra
semejante aniquilando falsamente el mito de la caverna Platónica.
Nuestra cultura fotográfica (incluyendo su dimensión cinematográfica) se
ha apoderado de nosotros y reconocemos cualquier “realidad” a través
de la fotografía o sus derivados y equivalentes (cine, TV). Evidencia
nuestra unidad de pensamiento-producto visual. Fotografiamos con un
simple guiño todo cuanto nos rodea y reconocemos en el proceso los mitos
que las imágenes contienen, en un instante, en una pequeña ventana.
Cuando Magritte critica irónicamente la teoría gnoseológica Euclidiana
en “los paseos de Euclides” nos dice con sutil brutalidad que estamos
condenados al encierro en lo alto de nuestro cuerpo y que disponemos de
una única ventana. El paisaje que la ventana nos ofrece puede ser tan
equívoco como equívoca es la realidad de un cuadro. ¿Es realidad lo que
hay detrás del cuadro? ¿Y qué decir del que lo contiene?
Desde que el hombre es hombre (fecha cuya exacta ratificación es
polémica) ha tenido ocasión de ver la naturaleza a través del hueco que
le ofrecía un lugar resguardado. Hoy podríamos decir que rara vez el
hombre urbano prescinde de las ventanas que rodean su casa, su oficina
bancaria, su bar, su automóvil., su casco integral, su televisor.
Al principio, la más tosca ventana que ofrecía una simple cueva, le
ofrecía un trozo de la naturaleza reconocible y aislable. El
sedentarismo supuso adoptar una ventana que le ofreciese una naturaleza
lo menos inhóspita posible.
Sin embargo esa era la única relación que el hombre tenía con el
espacio que veía por su ventana. Un hombre feliz es un hombre al que le
gusta lo que ve desde su ventana. Es posible aislar la interpretación
del todo que el hombre ha hecho siempre al mirar por su ventana. Lo que
entendemos por paisaje, en cierto modo, se manifiesta aquí,
precisamente. En el hecho de acotar la problemática de nuestro entorno
haciendo como si nos alejáramos de la ventana que constituyen nuestros
ojos y la viésemos más pequeña. Aquí dentro estoy seguro y lo poco que
veo no me inquieta o me agrada.
Sin embargo, la relación con nuestro entorno nos ha condicionado nuestro
juicio sobre él. “Estamos rodeados de cosas que no hemos hecho y que
tienen una vida y una estructura diferente de la nuestra [...] pensamos
en ellas como componentes de una idea que hemos llamado naturaleza” (K.
Clarck).
La mayor o menor hostilidad de la naturaleza condiciona nuestro propio
concepto de ésta. Puede significar peligros, cambios imprevisibles,
obstáculos para la supervivencia. Lo que nuestros ojos ven. Lo que todos
nuestros sentidos captan, es un pedazo de naturaleza considerado como
un todo de límite inconcreto. hasta donde alcanza la vista.
Cuando
nuestro hombre imaginario vio que un lugar no ofrecía variaciones
bruscas y le ofrecía sustento lo escogío como residencia permanente.
Siempre que dispuso de un refugio con una ventana al exterior pudo
intepretar el estado de las cosas mirando a la ventana y procuró que las
señales que la ventana le presentasen fuesen favorables.
Ver el bosque a lo lejos supondría estar lejos de sus peligros
(tranquilidad) ver sustento cerca supondría saber asegurada la
subsistencia (tranquilidad). La ventana le informaba del presente. Le
daba el parte del tiempo o le decía si la fruta era abundante. Le
comunicaba tranquilidad o intranquilidad y le permitía fraccionar la
intensidad de sus sentidos. Podía limitarse a las señales que
provenían de la ventana.
La ventana encierra. por así decirlo, el resumen de la realidad que interesa al ser humano.
Cuando éste comienza a trabajar la tierra, modifica su entorno y lo adapta a sus necesidades. Lo que su ventana le
muestra ha sido puesto por él en buena parte. La creación de huertos y
jardines constituye el primer paso para la creación del paisaje, esto
es, un fragmento de naturaleza hecho para recrear los sentidos.
El
mito del jardín está presente en múltiples culturas y simboliza el
anhelo de una naturaleza favorable. No obstante, el “paisaje”, tal y
como ahora lo entendemos, derivándolo o identificándolo con la pintura
del paisaje y, más recientemente, con la fotografía de paisaje, es un
concepto que aparece en la Edad Media.
El arte del paisaje “marca las etapas por las que ha pasado nuestro
concepto de la naturaleza” (
K. Clark), pero si consideramos que el
género estético del paisaje no existiría sin la teorización del que es
objeto en el Renacimiento bastará con que releamos estas pocas páginas
que he escrito y atisbaremos una contradicción con lo que hasta ahora
he expuesto.
Si la humanidad ha querido desde siempre “fotografiar” la realidad,
¿porqué entraña tal complejidad la representación de lo más inmediato?
Podríamos intentar responder a esta pregunta del modo siguiente: el
paisaje encierra un compromiso excesivamente fuerte como pasa ser
representado sin una reordenación, pues, como decíamos anteriormente, el
hombre se convierte en tal cuando relativiza su concepción del entorno
y lo reordena lingüísticamente.
La pintura, y posteriormente la fotografía, ha conllevado implícita su capacidad de ofrecerse como una ventana a una realidad alternativa, y por tanto a un paisaje mental. Cuando en una pintura se reproduce una pintura, esta capacidad de abrirse a nuevas realidades se acentúa. La representación dentro de la representación comporta un cierto equívoco fascinante. Fotografiar fotografías es un ejercicio que supone un reto mental y perceptual. La verosimilitud de la fotografía facilita dicho poder al borde del equívoco, pero también da rienda suelta a la especulación onírica y a la surrealidad.
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El Diorama Naturalista como forma de expresión artística:
Referentes:
Kendal Murray, Adrien Broom, Levi van Veluw, Patrick Jacobs, dioramas en miniatura de Tawlst, Katleen Vance, dioramas de biotopos con insectos imaginarios de Hiroshi Shinnoby, Song Kang, Adrian Hatfield, Ben Young,
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