El arte de la enseñanza y la enseñanza del arte (II)
"Los profesores hacemos ver que enseñamos, los alumnos hacen ver que aprenden, pero al final el aprendizaje no sucede. Es una especie de farsa."
(Maria Acaso)
Hace ya tiempo anticipé mi deseo de dedicar entradas específicas a la enseñanza, en general, y a las enseñanzas artísticas en particular.
La verdad es que no tengo mucho tiempo para ello, precisamente por mi ocupación como docente de enseñanzas artísticas, pero no porque me pase la vida preparándome unas clases suculentas, sino porque, como muchos otros profesores de primaria, secundaria, formación profesional y ciclos artísticos de grado medio y superior, estoy absorbido por el desarrollo y entrega de las programaciones basadas en los esquemas propuestos por la LOE (a pesar de que acaba de ser publicada oficialmente hace pocas horas en el DOGC y de que ya se ha aprobado la LOMCE y, por tanto, su vigencia será efímera).
Para los que estén en el ajo no harán falta explicaciones al respecto. Es un trabajo burocrático, administrativo, farragoso y, bajo mi punto de vista y de la mayoría de compañeros de profesión, de poca utilidad pedagógica. Es un mero trámite administrativo con el que un profesor supuestamente demuestra su competencia y una obligación ineludible entre sus quehaceres cotidianos, que deberían estar encaminados al enriquecimiento de su potencial docente, sus capacidades y sus conocimientos en beneficio de sus alumnos y, por tanto, de la sociedad que ampara sus servicios.
En anteriores posts dedicados a este tema recopilaba argumentaciones más o menos sesudas de ilustres especialistas en la enseñanza, y, de forma particular, de las enseñanzas artísticas, al respecto de la cuestión sobre la utilidad social de las enseñanzas artísticas y la efectividad de los actuales sistemas educativos.
El presente post nace a partir de la lectura en La Vanguardia de la entrevista a Maria Acaso con motivo de la publicación de su libro "rEDUvolution", que todavía no he podido leer y que reclama mi atención por muchos motivos comprensibles y, entre ellos, el de estar redactado por una profesional de las enseñanzas artísticas.
A día de hoy ya ha salido publicado en el DOGC el Decret d'ordenació general dels ensenyaments professionals d'arts plàstiques i disseny lo cual quiere decir que ya no estamos elaborando programaciones LOE adaptadas al ámbito catalán sin que nuestro Departament d'Ensenyament las haya oficializado. Lo absurdo del caso es que la LOMCE de Wert ya ha sido aprobada y próximamente podríamos estar dando por papel mojado toda la tarea realizada.
Francamente, creo que si el sentido común fuese garantía en el mundo docente, sería absolutamente innecesario normativizar los contenidos y objetivos de las enseñanzas artísticas o de cualquier índole.
¿Y en qué se debería basar el supuesto "sentido común"? Yo creo que debería basarse en las expectativas que los estudiantes (futuros profesionales) tienen en sus estudios (futuras ocupaciones laborales) y en las que los profesionales y empresarios de los sectores implicados tienen acerca de las capacidades y competencias propias de dichos sectores.
Lo cierto es que, a lo largo de toda mi vida de estudiante, de profesional o de docente, no he tenido precisamente la sensación de que el sistema educativo fuese verdaderamente eficaz o útil.
La Escuela, en términos generales, es un lugar destinado a la integración y homogeneización social. Un sitio donde habituar a la población, desde su más tierna infancia, a asistir a un lugar donde su actividad esté controlada y se le acostumbre al cumplimiento de unos horarios y unas obligaciones encaminadas a representar sus horarios y obligaciones laborales futuras. En definitiva: un lugar de domesticación masiva. Esto no tiene que ser necesariamente negativo, pero, bajo mi punto de vista, a grandes rasgos, lo es.
La Escuela de cualquier índole supone la ejecución de rutinas supuestamente educativas encaminadas a volcar los conocimientos de los educadores en las mentes de los alumnos, pero lo cierto es que se trata de un escenario propicio para la comparación entre las capacidades del alumnado para asumir unos contenidos, sean impartidos o no. El estudiante se pasa su vida opositando, preparando unos contenidos que nadie le administra en su totalidad, que nadie procura que comprenda adaptándose a sus capacidades o sus preferencias intelectuales, sino que se exige su competencia bajo un control evaluativo supuestamente justo y estricto.
No pretendo ser tan incendiario como para ningunear la esforzada labor de innumerables maestros y profesores que sortean dificultades tales como la masificación de aulas, la absurda aliteración de contenidos o, a menudo, su escasa preparación para impartir muchos de ellos, pero lo cierto es que puedo contar con los dedos de la mano los profesores que, desde la educación básica hasta la universitaria, me han enseñado realmente algo. También es cierto que me ha llevado mi tiempo tomar conciencia clara de este problema, porque los "malos estudiantes" critican el sistema desde su ignorancia y los "buenos estudiantes" se han metido tanto en su papel que creen a pies juntillas la veracidad del simulacro educativo. Y, lo que es peor, muchos de ellos acaban siendo profesores. Se limitan a cambiar su orientación en el aula, dándole ahora la espalda a la pizarra y encarándose al alumnado, reclamándoles, a menudo, las exigencias que ellos mismos creen haber cumplido como alumnos y, en muchas ocasiones, sin haber pasado por el mundo profesional real al que se supone van encaminadas sus enseñanzas (especialmente cuando nos referimos a estudios artísticos, técnicos y profesionales).
Pretendía elaborar un texto mucho más extenso y profundo, pero todo llegará, y tampoco quiero limitarme a criticar negativamente lo que acontece en la sociedad actual y en el sector educativo en general, pero no dispongo de tiempo ni de espacio adecuados para ello, lo que me lleva a una desagradable sensación de colapso: colapso argumental, colapso intelectual, colapso verbal.
Hace años, cuando era un estudiante de bachillerato, dedicaba parte de mi tiempo a impartir clases particulares a alumnos con dificultades para aprobar determinadas materias, actividad que seguí desarrollando durante mi etapa de universitario. Por circunstancias personales que no tengo ganas ni tiempo de explicar ahora, me veía obligado a ejercer de empollón que utiliza sus dotes de "buen estudiante" para que otros, supuestamente menos capacitados (o menos previsores, o menos preparados, o menos entrenados, o menos eforzados, o...) asumiesen en uno o dos meses los contenidos y requisitos que no habían asumido en todo un curso. Esto me obligaba a ser práctico, sintético, a ir al meollo de lo que uno debía saber para superar un examen final de inglés, de sintaxis o de matemáticas, y eso me hacía pensar, dado el razonable éxito de mi esfuerzo, que la mayor parte del trabajo académico es, en realidad, inútil, y que podrían conseguirse los mismos resultados académicos en menos tiempo y sin tantos rodeos. De hecho, cuando años más tarde ejercí como profesor de Dibujo Técnico en un centro de enseñanza concertada, descubrí que no se esperaba de mi otra cosa que preparar a los alumnos para superar las pruebas de selectividad, comprendiesen o no los ejercicios que estaban realizando y su utilidad proyectiva. Curiosamente, como casi todos mis compañeros de Bellas Artes, mi preparación en sistemas de proyección y dibujo técnico durante la carrera eran tan pobres que dependía totalmente de los cursos de postgrado y reciclaje para poder impartir las clases a las que supuestamente mi titulación me acreditaba. En un contexto diferente, la eficacia docente de algunos de los mismos profesores que impartían geometría descriptiva en la facultad adquiría nuevas dimensiones. Gracias a las excelentes dotes pedagógicas de profesores como Lino Cabezas, los licenciados en Bellas Artes de la UB podíamos ahora sentirnos lo suficientemente seguros como para aventurarnos a hacer un Curso de Capacitación Pedagógica y osar apuntarnos a las listas de interinos del departamento de educación, cosa que a la mayoría nos parecía la ultima opción profesional. A unos tal vez les intimidaba tener que dar cuenta de sus propios conocimientos (de los que tendrían serias dudas a no ser que fueran unos perfectos inconscientes, algo no poco frecuente entre los estudiantes de arte), o tal vez sus capacidades docentes después de años criticando las de sus profesores. Otros no encontraban sentido a aprender algo con el único fin de transmitirlo a otros que continuarían tal vez con el bucle, sin llegar a aplicar en la práctica sus capacidades como artistas plásticos, diseñadores, dibujantes, ilustradores, genios del mercado del arte o lo que fuera. Yo pertenecía a todos estos grupos o a ninguno. Sencillamente deseaba autonomía económica y, preferiblemente, dedicarme a algo que se me diera bien y me gustase, cuanto más cercano a mis intereses artísticos, mejor, como cualquiera.
Conseguir estar en el lugar adecuado y el momento adecuado para realizar tareas profesionales remuneradas basadas en mis dotes como artista plástico me parecía a veces totalmente utópico y en ciertos momentos, en cambio, perfectamente factible, dado que en ocasiones realicé trabajos de decoraciones murales, ilustraciones publicitarias o cómics sorprendentemente remuneradas (entiéndase "sorprendentemente remuneradas" no como "sorprendentemente bien remuneradas") precisamente en el tránsito entre mis estudios preuniversitarios y mis primeros cursos de Filología, azuzado por las ganas de complementar mis actividades académicas con actividades artísticas, ya que, consciente de la negatividad paterna ante la carrera artística, me había autoconvencido de lo inoportuno de su seguimiento y me había encaminado hacia un currículum de letras justificado por la selección de lenguas modernas, teóricamente con más salidas profesionales que la docencia.
Cuando comencé mis estudios de Filología creí que mis profesores me enseñarían lo que necesitaba saber para adquirir las competencias básicas de dicha disciplina académica, pero sólo comprobé que se me exigían unas competencias y conocimientos que yo tenía que asumir por mis propios medios. Los profesores se adaptaban al ritmo de los mejor preparados y los más capacitados, culpando al sistema educativo de las etapas anteriores, a los profesores de primaria, secundaria y bachillerato de nuestra escasa preparación para alcanzar las competencias básicas de nuestros estudios universitarios, así que soltaban su discurso a la espera de que lo siguiésemos como pudiésemos para no ralentizar la preparación de los que realmente merecían su atención: los más capaces, los más preparados (curiosamente, los que menos lo necesitaban). Esto tampoco era nada nuevo. Algo similar había vivido durante el bachillerato, cuando la culpa de nuestra escasa preparación la tenían, supuestamente, nuestros profesores de secundaria y primaria.
Cuando, años más tarde, emprendí estudios superiores de Bellas Artes, tenía bastante claro que nadie me iba a enseñar nada a no ser que yo hiciera méritos para ello, y tampoco buscaba nada mucho más allá de la adquisición de ciertas habilidades técnicas y conocimientos teóricos con los cuales contextualizarlas, y, aproximadamente, así fué. El profesorado proponía actividades prácticas y, supuestamente, nosotros aprendíamos, casi sin darnos cuenta, durante todo ese proceso. Lo que pasa es que perderse o fracasar en dicho proceso no obtenía recompensa alguna, dado que la calificación numérica de los trabajos estaba igual de presente que en cualquier otro tipo de estudio, sólo que los argumentos para ello, en los estudios artísticos eran a menudo tan intangibles o abstractos como los estilos artísticos más sobrevalorados. Muchos de mis compañeros eran cómplices de esta actitud, puesto que querían creer que lo que importaba no era la obtención de un título que acreditase tu competencia en tal o cual especialidad de oficio artístico (para eso estaban las Escuelas de Artes Aplicadas, o de Artes y Oficios), sino que lo importante era crecer como artista. Dudo que todos los licenciados en Filosofía se sientan filósofos, o todos los licenciados en Biología se sientan biólogos, pero los estudiantes de Arte suelen sentirse artistas incluso antes de empezar sus estudios. Tal vez por eso, y por la escasa credibilidad de mi opción académica a ojos de mis progenitores, mucho más prácticos y prosaicos en su modo de entender el objetivo último de unos estudios universitarios, decidí encaminar mi currículum académico hacia las opciones supuestamente más orientadas a una realidad profesional: el diseño y el mundo audiovisual.
Lo cierto es que no tardé en comprender que un licenciado en Bellas Artes de la especialidad de diseño gráfico era menospreciado en el mundo profesional debido a su escasa preparación práctica, y algo semejante ocurría en el mundo de la Imagen (léase audiovisual, cine o fotografía). Normalmente no presumías de tu titulación académica (e incluso la ocultabas) o cualquier alumno de artes aplicadas (lo que hoy en día llamamos estudios superiores de artes plásticas y diseño) te pasaba por delante en cualquier proceso de selección profesional. Así pues entendí que quien realmente te enseña es la vida y, como buenamente pude gracias a la suerte, las circunstancias, las casualidades y mi poco remunerado esfuerzo, me vi ejerciendo de aprendiz (no como se entendía tradicionalmente el aprendizaje de un oficio, pero lo más aproximado que permitía una sociedad sobrecargada de licenciados) en el mundo del diseño gráfico, la fotografía publicitaria y la ilustración. No descartaba del todo mis sueños en el mundo del cómic o del cine, pero sencillamente porque nunca había descartado soñar.
La segregación de los estudios entre humanísticos y científicos ha sido una lacra que ha dividido la sociedad absurdamente en gentes "de letras" y "de ciencias". Yo había fracasado en mi intento por cursar un bachillerato mixto porque mi centro de estudios no lo podía gestionar, así que, pese a los esfuerzos de mi padre por mantenerme bajo su estricto control académico, que tantos éxitos aparentes me había dado en las materias numéricas, y pese a mi pasión por la biología (descartada como opción académica debido a mi creciente aversión por las materias científicas más abstractas y dependientes del cálculo y las matemáticas) me convertí en una persona "de letras" (de ahí mi paso por los estudios de filología) que seguía teniendo inquietudes por los aspectos más científicos de la fonética o la lingüística, por poner un ejemplo. Y, durante toda esta etapa académica seguí siendo "ese tipo que dibuja tan bien" y me seguí apuntando a toda actividad en que pudiese demostrar o desarrollar mis habilidades gráficas.
Eran los años 80 en los aledaños del área metropolitana de Vigo, en plena crisis económica por la reconversión industrial de los astilleros y muchas de las actividades portuarias, una extraña repetición de las circunstancias del Liverpool de los años 60. Ambas ciudades, en diferentes momentos, pobladas por una clase media, trabajadora, un tanto venida a menos, que había criado una generación de preuniversitarios un tanto holgazanes y engreídos que compartían como nexo cultural la música pop y los discos. Del Liverpool de los 60 surgieron los Beatles, y del Vigo de los 80 surgieron los Siniestro Total, Golpes Bajos, Os Resentidos y otros grupos interseccionados en sus integrantes.
Ya en bachillerato había compartido pupitre con miembros de lo que después se conoció como movida gallega o movida viguesa. Germán Coppini, también dotado para las artes plásticas, fué uno de esos claros ejemplos de alumno con inquietudes que no obstante constituye un estrepitoso fracaso del sistema educativo. Con él, y con otros compañeros con los que el cantante original de Coco y los del 1500, Siniestro Total, o Golpes Bajos, simpatizó en su día, cayó accidentalmente por el recién estrenado Instituto de Enseñanza Media de mi localidad para compartir inquietudes literarias, artísticas i plásticas. El fulgurante surgimiento en la cultura underground del país de la música de Siniestro Total nos convenció a muchos de que con talento y esfuerzo, o incluso sin ellos y con convicción, podías conseguir lo que quisieras. Nuestras aspiraciones, empujadas por una mezcla de intelectualidad postiza y arrogancia punk, hicieron el resto.
Recuerdo que, en plena efervescencia de los grupos de la nueva ola y, en particular, de Siniestro Total, Germán y otros tres compañeros me toleraron en su grupo de amigos y llegamos a ensayar una pequeña pieza teatral de Tennessee Williams mientras experimentábamos con poesía y relatos literarios, influenciados por referentes tan heterogéneos como Brecht, Vian o Bukowsky. Con ínfulas dadaístas pasábamos el rato intentando no aburrirnos (y algunos de nosotros, incluso, superar nuestros estudios) y recuerdo que Germán y yo ganamos algún concurso de carteles aunando esfuerzos y Rafa, el más talentoso y divertido del grupo, se llevó algún reconocimiento por sus excelentes relatos literarios o sus poemas. No obstante, todo esto entraba en el terreno de lo extraescolar. Te daba cierta popularidad entre el profesorado, más atento a tus logros, pero también más crítico, y si no aprobabas, no aprobabas y punto pelota. Afortunadamente para nosotros, a excepción de Germán, los demás defendíamos razonablemente bien nuestro estatus de buenos alumnos sin necesidad de que la actitud más rebelde o irregular de algunos supusiese ni un obstáculo ni un rótulo luminoso para nuestras capacidades académicas.
Pese a ello, nosotros éramos conscientes (no sin cierta dosis de vanidad -modesta vanidad, por otra parte-) de nuestras posibilidades, y tras el éxito del relato "A burbulla", de Rafa Domínguez, recuerdo haber leído junto con Coppini, un poema de Rafa inspirado en Bertolt Brecht que nos pareció excelente y digno de ser publicado, pero al mismo tiempo todo nos parecía fácil, y, en ese sentido, un tanto menospreciable, por lo que no nos extrañó que, ante la insistencia de Germán en alabar el talento de Rafa, éste se limitase a decirle que "si tanto te gusta, te lo regalo; haz con él lo que quieras". Al año siguiente, cuando yo ya estaba cursando Filología en el Colegio Universitario de Vigo, coincidí con Teo Cardalda, compañero de Germán en el recién nacido grupo Golpes Bajos, y al ver la transcripción de una de sus letras en la prensa local, a propósito de un concierto de presentación, reconocí un fragmento del poema de Rafa, cuyo estribillo rezaba, "Malos tiempos para la lírica", parafraseando a Brecht. Se lo comenté a Teo, pero le sorprendió que la letra fuese atribuída a Rafa. De hecho, la famosa canción no es más que un fragmento del texto original.
Lo cierto es que Germán, pese a su incuestionable talento literario y artístico, nunca reconoció la autoría de Rafa de lo que acabaría siendo uno de los temas más reverenciados del pop español, y Rafa nunca estuvo en buena disposición para reivindicar o demostrar su autoría. Desde luego, el tristemente desaparecido Coppini tenía credibilidad artística sobradamente demostrada en el resto de su producción como para mencionar al autor original de la memorable letra, pero lo cierto es que nunca lo hizo, segregando a Domínguez del lugar que le correspondería en ese pequeño fragmento de la Historia de la cultura de nuestro país. Tampoco el indudable talento literario de ambos supuso excesivo reconocimiento académico. Todo eso está muy bien además de superar los contenidos exigidos en los programas de estudios, pero nunca sin ello. Es por eso que escogí el tema musical "Escuela", del primer disco en solitario de Coppini, para ilustrar el escepticismo que hacia el sistema educativo he compartido con la mayoría de compañeros de estudios con talento artístico que he conocido a lo largo de mis estudios y que sigo intentando reconocer entre mis alumnos.
Cuando Germán publicaba este primer álbum ("El ladrón de Bagdad") de escasa acogida comercial, yo estaba acabando el primer ciclo de Bellas Artes y me encaminaba a una especialidad de Imagen, pensando en ampliar las posibles salidas profesionales. Mientras tanto, por cierto, Rafa asumía la misma especialidad desde el ámbito de Ciencias de la Información, y yo era cada vez más consciente de que, al margen de la preparación extrauniversitaria que cualquiera de nosotros pudiera asumir, los escasos representantes de la especialidad de Imagen de Bellas Artes, teníamos menos preparación técnica y menos posibilidades de desarrollar tareas profesionales en el mundo de la fotografía, el cine, el vídeo o el cine. De hecho, como apuntaba antes, todavía se intuía ese rechazo, o como mínimo deconfianza, hacia el artista y el licenciado en Bellas Artes, preparado para nada en concreto en el mundo profesional, a no ser en el campo de la docencia, compartido en la especialidad de dibujo técnico por licenciados en matemáticas, física, o arquitectura, más preparados para superar los contenidos aunque no necesariamente para impartirlos con idoneidad.
No creo oportuno seguir ilustrando esta disertación con más ejemplos extraídos de mis experiencias personales, pero, resumiendo, el caso es que con mayor o menor fortuna pude desarrollar cierta experiencia profesional en diferentes ámbitos no siempre estrictamente relacionados con la Imagen pero razonablemente oportunos (gráfica publicitaria, cine, escenografía, modelismo...) para dar una cierta credibilidad y consistencia a mi doctorado. No obstante, no pude eludir, por motivos de supervivencia y casualidades varias, verme abocado de nuevo a la enseñanza mientras ejercía de artista mercenario en distintos ámbitos más o menos degradantes o enriquecedores, según se mire.
No tardaría mucho en acuñarse la expresión "mileurista", que siempre me pareció despreciablemente llorica, porque 1000 euros mensuales era un sueldo de ensueño para mi realidad diaria.
Un profesor de dibujo, en una escuela concertada con dos o tres líneas de bachillerato, no llega a cubrir una jornada laboral completa, con lo que yo no obtenía ni la mitad de esos 1000 euros, lo que me obligaba a mantener mis actividades de artista de fortuna para llegar a final de mes, y, de paso, para autoconvencerme de que así dotaba de credibilidad mi currículum.
Lo curioso es que, al entrar en el circuito administrativo de la bolsa de interinos del Departament d'Ensenyament, descubrí que el baremo de méritos para situarte en una cierta posición ventajosa de la lista o para contar con una cierta acreditación cara a posibles concursos de plazas, apenas considera puntuable la experiencia profesional, sino estrictamente la docente, y los créditos aportados por el hecho de poseer un doctorado son igualmente despreciables.
Anteriormente a la existencia de especialidades de licenciatura, los licenciados en Bellas Artes, sin especificar, no habían cursado nada que los acercase a las nuevas tecnologías de la información, al video, a la fotografía o al diseño, sin embargo, con dicha titulación genérica, se les supone oficialmente aptos para impartir cualquier especialidad de los estudios artísticos. Con la especialidad de Imagen, como en mi caso, por ejemplo, me veía obligado a solicitar plaza sólo entre 7 posibles especialidades (Fotografía, Maestro de Taller de Fotografía y Procesos de Reproducción, Medios Informáticos -pese a no haber visto un solo ordenador en toda la especialidad-, Medios Audiovisuales, y, estas sí que son buenas, Diseño de Joyería y Bisutería, Diseño de Corte y Confección y otra especialidad todavía más bizarra para un "especialista" en foto-cine-video que prefiero ni mencionar). Y lo cierto es que, una vez que se te ofrece una sustitución o un interinaje en una de estas especialidades, lo normal es que los módulos o asignaturas que has de impartir no siempre se corresponden a ellas, para bien o para mal, por imperativos de necesidades del centro, lo cual hemos de asumir con deportividad, pero desbarata bastante la supuesta lógica en la que se basa el sistema.
En la época en que cursé estudios de Imagen, la informática y las aplicaciones digitales no habían llegado a la universidad. Habíamos sido instruídos en fotografía y vídeo analógicos (ni siquiera existía la denominación "analógico" en oposición a "digital"). Pero en muy pocos años, las aplicaciones digitales de edición de foto y vídeo se habían instalado en las escuelas de artes plásticas y diseño y, supuestamente, nosotros formábamos parte de los titulados más idóneos para impartir los módulos correspondientes. De nuevo había que reciclarse o morir. Y así sigue siendo. Nos vamos capacitando por nuestra cuenta para lo que va surgiendo para mantener una digna posición en la bolsa de interinos docentes o salir de ella consiguiendo una plaza estable vía oposición (cosa que actualmente parece posible sólo en un argumento de ciencia-ficción). Cuando éramos recién llegados veíamos que nuestras capacitaciones y nuestra experiencia profesional no hacían sombra a la rentable "experiencia docente" reconocible como tal de los más vetranos (la experiencia en centros concertados computa muy por debajo de la oficial, y la experiencia profesional en los ámbitos profesionales reales para los que supuestamente preparamos a nuestros alumnos no cuenta nada; si has ejercido de formador de una aplicación digital a un grupo de profesionales, no se te reconoce crédio alguno, a no ser que se lo hayas impartido a profesores, en cuyo caso se computa como si hubieses sido un asistente más). Podría seguir con más argumentos a favor de una visión Kafkiana del sistema educativo artístico de este país, pero no quiero, porque se dan solos sin necesidad de entresacarlos de una marea de datos.
En la actualidad, es inminente la publicación de lo que se viene denominando "Decreto de plantillas", que dará potestad a los directores de centros públicos para seleccionar al personal docente al margen de su posición por méritos en el orden de lista de la bolsa de interinos (algo que ya se inició cuando la LEC les dió poderes para evaluar, inspección mediante, al personal docente aspirante a plazas en concurso por oposición). Según este proceder, ha llegado el día en el que probablemente un profesor no será "llamado a filas" por la administración siguiendo un orden de lista, sino que podrá ser requerido por un director de centro mediante una entrevista, tal y como viene haciéndolo la enseñanza concertada y privada. Sin excesivo disimulo se está privatizando la enseñanza pública. De hecho, a lo que apunta la nueva legislación es a la creación de un cuerpo de directores ajeno al cuerpo de docentes que supone una concepción fabril, mercantil, de los centros educativos.
Para imaginar las posibles consecuencias desde una perspectiva optimista, basta con tener fé en el sentido común y las buenas intenciones de los nuevos especialistas en dirigir centros educativos ajenos al ejercicio docente y a los riesgos inherentes a la subjetividad de dicha posición.
En este contexto, los alumnos de estudios artísticos siguen esperando lo mismo de siempre: que sus profesores estén preparados y capacitados profesional, académica y pedagógicamente; que, además, dispongan de medios materiales y organizativos idóneos para el desarrollo de su actividad y que, además, como apunta Maria Acaso, sepa recontextualizarse en el sistema educativo renunciando a su arcaica posición jerárquica en el aula, monitorizando o tutorizando las actividades docentes de sus alumnos a su misma altura, en un intercambio bilateral de información, aprendiendo a la vez que impartiendo, improvisando a la par que siguiendo un programa tan diáfano como flexible y enriquecedor. Algo no excesivamente alejado de lo que muchos docentes intentamos hacer en nuestro día a día, pero decididamente difícil cuando las presiones burocráticas consumen nuestro tiempo o la actitud de nuestros alumnos es apática, negativa o improductiva, algo no sistemático pero tampoco infrecuente.
Si alguien ya se ha leído el libro de Acaso y quiere comentar algo al respecto será vienvenido. Mientras tanto, dadme un tiempo para adquirirlo y leerlo. Es posible que hasta entonces no se me ocurra comentar nada más sobre la enseñanza del arte o el arte de la enseñanza, por si Acaso.
(Mafa Alborés)
Os dejo el link correspondiente a la entrevista a Maria Acaso y una transcripción de un extracto de la misma, del que me he tomado la libertad de destacar tipográficamente los párrafos que me parecen más interesantes:
http://www.lavanguardia.com/vida/20140203/54399735418/hay-acabar-jerarquia-profesor-aula.html
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"Los profesores hacemos ver que enseñamos, los alumnos hacen ver que aprenden, pero al final el aprendizaje no sucede. Es una especie de farsa."
(Maria Acaso)
Hace ya tiempo anticipé mi deseo de dedicar entradas específicas a la enseñanza, en general, y a las enseñanzas artísticas en particular.
La verdad es que no tengo mucho tiempo para ello, precisamente por mi ocupación como docente de enseñanzas artísticas, pero no porque me pase la vida preparándome unas clases suculentas, sino porque, como muchos otros profesores de primaria, secundaria, formación profesional y ciclos artísticos de grado medio y superior, estoy absorbido por el desarrollo y entrega de las programaciones basadas en los esquemas propuestos por la LOE (a pesar de que acaba de ser publicada oficialmente hace pocas horas en el DOGC y de que ya se ha aprobado la LOMCE y, por tanto, su vigencia será efímera).
Para los que estén en el ajo no harán falta explicaciones al respecto. Es un trabajo burocrático, administrativo, farragoso y, bajo mi punto de vista y de la mayoría de compañeros de profesión, de poca utilidad pedagógica. Es un mero trámite administrativo con el que un profesor supuestamente demuestra su competencia y una obligación ineludible entre sus quehaceres cotidianos, que deberían estar encaminados al enriquecimiento de su potencial docente, sus capacidades y sus conocimientos en beneficio de sus alumnos y, por tanto, de la sociedad que ampara sus servicios.
En anteriores posts dedicados a este tema recopilaba argumentaciones más o menos sesudas de ilustres especialistas en la enseñanza, y, de forma particular, de las enseñanzas artísticas, al respecto de la cuestión sobre la utilidad social de las enseñanzas artísticas y la efectividad de los actuales sistemas educativos.
El presente post nace a partir de la lectura en La Vanguardia de la entrevista a Maria Acaso con motivo de la publicación de su libro "rEDUvolution", que todavía no he podido leer y que reclama mi atención por muchos motivos comprensibles y, entre ellos, el de estar redactado por una profesional de las enseñanzas artísticas.
A día de hoy ya ha salido publicado en el DOGC el Decret d'ordenació general dels ensenyaments professionals d'arts plàstiques i disseny lo cual quiere decir que ya no estamos elaborando programaciones LOE adaptadas al ámbito catalán sin que nuestro Departament d'Ensenyament las haya oficializado. Lo absurdo del caso es que la LOMCE de Wert ya ha sido aprobada y próximamente podríamos estar dando por papel mojado toda la tarea realizada.
Francamente, creo que si el sentido común fuese garantía en el mundo docente, sería absolutamente innecesario normativizar los contenidos y objetivos de las enseñanzas artísticas o de cualquier índole.
¿Y en qué se debería basar el supuesto "sentido común"? Yo creo que debería basarse en las expectativas que los estudiantes (futuros profesionales) tienen en sus estudios (futuras ocupaciones laborales) y en las que los profesionales y empresarios de los sectores implicados tienen acerca de las capacidades y competencias propias de dichos sectores.
Lo cierto es que, a lo largo de toda mi vida de estudiante, de profesional o de docente, no he tenido precisamente la sensación de que el sistema educativo fuese verdaderamente eficaz o útil.
La Escuela, en términos generales, es un lugar destinado a la integración y homogeneización social. Un sitio donde habituar a la población, desde su más tierna infancia, a asistir a un lugar donde su actividad esté controlada y se le acostumbre al cumplimiento de unos horarios y unas obligaciones encaminadas a representar sus horarios y obligaciones laborales futuras. En definitiva: un lugar de domesticación masiva. Esto no tiene que ser necesariamente negativo, pero, bajo mi punto de vista, a grandes rasgos, lo es.
La Escuela de cualquier índole supone la ejecución de rutinas supuestamente educativas encaminadas a volcar los conocimientos de los educadores en las mentes de los alumnos, pero lo cierto es que se trata de un escenario propicio para la comparación entre las capacidades del alumnado para asumir unos contenidos, sean impartidos o no. El estudiante se pasa su vida opositando, preparando unos contenidos que nadie le administra en su totalidad, que nadie procura que comprenda adaptándose a sus capacidades o sus preferencias intelectuales, sino que se exige su competencia bajo un control evaluativo supuestamente justo y estricto.
No pretendo ser tan incendiario como para ningunear la esforzada labor de innumerables maestros y profesores que sortean dificultades tales como la masificación de aulas, la absurda aliteración de contenidos o, a menudo, su escasa preparación para impartir muchos de ellos, pero lo cierto es que puedo contar con los dedos de la mano los profesores que, desde la educación básica hasta la universitaria, me han enseñado realmente algo. También es cierto que me ha llevado mi tiempo tomar conciencia clara de este problema, porque los "malos estudiantes" critican el sistema desde su ignorancia y los "buenos estudiantes" se han metido tanto en su papel que creen a pies juntillas la veracidad del simulacro educativo. Y, lo que es peor, muchos de ellos acaban siendo profesores. Se limitan a cambiar su orientación en el aula, dándole ahora la espalda a la pizarra y encarándose al alumnado, reclamándoles, a menudo, las exigencias que ellos mismos creen haber cumplido como alumnos y, en muchas ocasiones, sin haber pasado por el mundo profesional real al que se supone van encaminadas sus enseñanzas (especialmente cuando nos referimos a estudios artísticos, técnicos y profesionales).
Pretendía elaborar un texto mucho más extenso y profundo, pero todo llegará, y tampoco quiero limitarme a criticar negativamente lo que acontece en la sociedad actual y en el sector educativo en general, pero no dispongo de tiempo ni de espacio adecuados para ello, lo que me lleva a una desagradable sensación de colapso: colapso argumental, colapso intelectual, colapso verbal.
Conseguir estar en el lugar adecuado y el momento adecuado para realizar tareas profesionales remuneradas basadas en mis dotes como artista plástico me parecía a veces totalmente utópico y en ciertos momentos, en cambio, perfectamente factible, dado que en ocasiones realicé trabajos de decoraciones murales, ilustraciones publicitarias o cómics sorprendentemente remuneradas (entiéndase "sorprendentemente remuneradas" no como "sorprendentemente bien remuneradas") precisamente en el tránsito entre mis estudios preuniversitarios y mis primeros cursos de Filología, azuzado por las ganas de complementar mis actividades académicas con actividades artísticas, ya que, consciente de la negatividad paterna ante la carrera artística, me había autoconvencido de lo inoportuno de su seguimiento y me había encaminado hacia un currículum de letras justificado por la selección de lenguas modernas, teóricamente con más salidas profesionales que la docencia.
Cuando comencé mis estudios de Filología creí que mis profesores me enseñarían lo que necesitaba saber para adquirir las competencias básicas de dicha disciplina académica, pero sólo comprobé que se me exigían unas competencias y conocimientos que yo tenía que asumir por mis propios medios. Los profesores se adaptaban al ritmo de los mejor preparados y los más capacitados, culpando al sistema educativo de las etapas anteriores, a los profesores de primaria, secundaria y bachillerato de nuestra escasa preparación para alcanzar las competencias básicas de nuestros estudios universitarios, así que soltaban su discurso a la espera de que lo siguiésemos como pudiésemos para no ralentizar la preparación de los que realmente merecían su atención: los más capaces, los más preparados (curiosamente, los que menos lo necesitaban). Esto tampoco era nada nuevo. Algo similar había vivido durante el bachillerato, cuando la culpa de nuestra escasa preparación la tenían, supuestamente, nuestros profesores de secundaria y primaria.
Cuando, años más tarde, emprendí estudios superiores de Bellas Artes, tenía bastante claro que nadie me iba a enseñar nada a no ser que yo hiciera méritos para ello, y tampoco buscaba nada mucho más allá de la adquisición de ciertas habilidades técnicas y conocimientos teóricos con los cuales contextualizarlas, y, aproximadamente, así fué. El profesorado proponía actividades prácticas y, supuestamente, nosotros aprendíamos, casi sin darnos cuenta, durante todo ese proceso. Lo que pasa es que perderse o fracasar en dicho proceso no obtenía recompensa alguna, dado que la calificación numérica de los trabajos estaba igual de presente que en cualquier otro tipo de estudio, sólo que los argumentos para ello, en los estudios artísticos eran a menudo tan intangibles o abstractos como los estilos artísticos más sobrevalorados. Muchos de mis compañeros eran cómplices de esta actitud, puesto que querían creer que lo que importaba no era la obtención de un título que acreditase tu competencia en tal o cual especialidad de oficio artístico (para eso estaban las Escuelas de Artes Aplicadas, o de Artes y Oficios), sino que lo importante era crecer como artista. Dudo que todos los licenciados en Filosofía se sientan filósofos, o todos los licenciados en Biología se sientan biólogos, pero los estudiantes de Arte suelen sentirse artistas incluso antes de empezar sus estudios. Tal vez por eso, y por la escasa credibilidad de mi opción académica a ojos de mis progenitores, mucho más prácticos y prosaicos en su modo de entender el objetivo último de unos estudios universitarios, decidí encaminar mi currículum académico hacia las opciones supuestamente más orientadas a una realidad profesional: el diseño y el mundo audiovisual.
Lo cierto es que no tardé en comprender que un licenciado en Bellas Artes de la especialidad de diseño gráfico era menospreciado en el mundo profesional debido a su escasa preparación práctica, y algo semejante ocurría en el mundo de la Imagen (léase audiovisual, cine o fotografía). Normalmente no presumías de tu titulación académica (e incluso la ocultabas) o cualquier alumno de artes aplicadas (lo que hoy en día llamamos estudios superiores de artes plásticas y diseño) te pasaba por delante en cualquier proceso de selección profesional. Así pues entendí que quien realmente te enseña es la vida y, como buenamente pude gracias a la suerte, las circunstancias, las casualidades y mi poco remunerado esfuerzo, me vi ejerciendo de aprendiz (no como se entendía tradicionalmente el aprendizaje de un oficio, pero lo más aproximado que permitía una sociedad sobrecargada de licenciados) en el mundo del diseño gráfico, la fotografía publicitaria y la ilustración. No descartaba del todo mis sueños en el mundo del cómic o del cine, pero sencillamente porque nunca había descartado soñar.
La segregación de los estudios entre humanísticos y científicos ha sido una lacra que ha dividido la sociedad absurdamente en gentes "de letras" y "de ciencias". Yo había fracasado en mi intento por cursar un bachillerato mixto porque mi centro de estudios no lo podía gestionar, así que, pese a los esfuerzos de mi padre por mantenerme bajo su estricto control académico, que tantos éxitos aparentes me había dado en las materias numéricas, y pese a mi pasión por la biología (descartada como opción académica debido a mi creciente aversión por las materias científicas más abstractas y dependientes del cálculo y las matemáticas) me convertí en una persona "de letras" (de ahí mi paso por los estudios de filología) que seguía teniendo inquietudes por los aspectos más científicos de la fonética o la lingüística, por poner un ejemplo. Y, durante toda esta etapa académica seguí siendo "ese tipo que dibuja tan bien" y me seguí apuntando a toda actividad en que pudiese demostrar o desarrollar mis habilidades gráficas.
Eran los años 80 en los aledaños del área metropolitana de Vigo, en plena crisis económica por la reconversión industrial de los astilleros y muchas de las actividades portuarias, una extraña repetición de las circunstancias del Liverpool de los años 60. Ambas ciudades, en diferentes momentos, pobladas por una clase media, trabajadora, un tanto venida a menos, que había criado una generación de preuniversitarios un tanto holgazanes y engreídos que compartían como nexo cultural la música pop y los discos. Del Liverpool de los 60 surgieron los Beatles, y del Vigo de los 80 surgieron los Siniestro Total, Golpes Bajos, Os Resentidos y otros grupos interseccionados en sus integrantes.
Ya en bachillerato había compartido pupitre con miembros de lo que después se conoció como movida gallega o movida viguesa. Germán Coppini, también dotado para las artes plásticas, fué uno de esos claros ejemplos de alumno con inquietudes que no obstante constituye un estrepitoso fracaso del sistema educativo. Con él, y con otros compañeros con los que el cantante original de Coco y los del 1500, Siniestro Total, o Golpes Bajos, simpatizó en su día, cayó accidentalmente por el recién estrenado Instituto de Enseñanza Media de mi localidad para compartir inquietudes literarias, artísticas i plásticas. El fulgurante surgimiento en la cultura underground del país de la música de Siniestro Total nos convenció a muchos de que con talento y esfuerzo, o incluso sin ellos y con convicción, podías conseguir lo que quisieras. Nuestras aspiraciones, empujadas por una mezcla de intelectualidad postiza y arrogancia punk, hicieron el resto.
Recuerdo que, en plena efervescencia de los grupos de la nueva ola y, en particular, de Siniestro Total, Germán y otros tres compañeros me toleraron en su grupo de amigos y llegamos a ensayar una pequeña pieza teatral de Tennessee Williams mientras experimentábamos con poesía y relatos literarios, influenciados por referentes tan heterogéneos como Brecht, Vian o Bukowsky. Con ínfulas dadaístas pasábamos el rato intentando no aburrirnos (y algunos de nosotros, incluso, superar nuestros estudios) y recuerdo que Germán y yo ganamos algún concurso de carteles aunando esfuerzos y Rafa, el más talentoso y divertido del grupo, se llevó algún reconocimiento por sus excelentes relatos literarios o sus poemas. No obstante, todo esto entraba en el terreno de lo extraescolar. Te daba cierta popularidad entre el profesorado, más atento a tus logros, pero también más crítico, y si no aprobabas, no aprobabas y punto pelota. Afortunadamente para nosotros, a excepción de Germán, los demás defendíamos razonablemente bien nuestro estatus de buenos alumnos sin necesidad de que la actitud más rebelde o irregular de algunos supusiese ni un obstáculo ni un rótulo luminoso para nuestras capacidades académicas.
Pese a ello, nosotros éramos conscientes (no sin cierta dosis de vanidad -modesta vanidad, por otra parte-) de nuestras posibilidades, y tras el éxito del relato "A burbulla", de Rafa Domínguez, recuerdo haber leído junto con Coppini, un poema de Rafa inspirado en Bertolt Brecht que nos pareció excelente y digno de ser publicado, pero al mismo tiempo todo nos parecía fácil, y, en ese sentido, un tanto menospreciable, por lo que no nos extrañó que, ante la insistencia de Germán en alabar el talento de Rafa, éste se limitase a decirle que "si tanto te gusta, te lo regalo; haz con él lo que quieras". Al año siguiente, cuando yo ya estaba cursando Filología en el Colegio Universitario de Vigo, coincidí con Teo Cardalda, compañero de Germán en el recién nacido grupo Golpes Bajos, y al ver la transcripción de una de sus letras en la prensa local, a propósito de un concierto de presentación, reconocí un fragmento del poema de Rafa, cuyo estribillo rezaba, "Malos tiempos para la lírica", parafraseando a Brecht. Se lo comenté a Teo, pero le sorprendió que la letra fuese atribuída a Rafa. De hecho, la famosa canción no es más que un fragmento del texto original.
Lo cierto es que Germán, pese a su incuestionable talento literario y artístico, nunca reconoció la autoría de Rafa de lo que acabaría siendo uno de los temas más reverenciados del pop español, y Rafa nunca estuvo en buena disposición para reivindicar o demostrar su autoría. Desde luego, el tristemente desaparecido Coppini tenía credibilidad artística sobradamente demostrada en el resto de su producción como para mencionar al autor original de la memorable letra, pero lo cierto es que nunca lo hizo, segregando a Domínguez del lugar que le correspondería en ese pequeño fragmento de la Historia de la cultura de nuestro país. Tampoco el indudable talento literario de ambos supuso excesivo reconocimiento académico. Todo eso está muy bien además de superar los contenidos exigidos en los programas de estudios, pero nunca sin ello. Es por eso que escogí el tema musical "Escuela", del primer disco en solitario de Coppini, para ilustrar el escepticismo que hacia el sistema educativo he compartido con la mayoría de compañeros de estudios con talento artístico que he conocido a lo largo de mis estudios y que sigo intentando reconocer entre mis alumnos.
Cuando Germán publicaba este primer álbum ("El ladrón de Bagdad") de escasa acogida comercial, yo estaba acabando el primer ciclo de Bellas Artes y me encaminaba a una especialidad de Imagen, pensando en ampliar las posibles salidas profesionales. Mientras tanto, por cierto, Rafa asumía la misma especialidad desde el ámbito de Ciencias de la Información, y yo era cada vez más consciente de que, al margen de la preparación extrauniversitaria que cualquiera de nosotros pudiera asumir, los escasos representantes de la especialidad de Imagen de Bellas Artes, teníamos menos preparación técnica y menos posibilidades de desarrollar tareas profesionales en el mundo de la fotografía, el cine, el vídeo o el cine. De hecho, como apuntaba antes, todavía se intuía ese rechazo, o como mínimo deconfianza, hacia el artista y el licenciado en Bellas Artes, preparado para nada en concreto en el mundo profesional, a no ser en el campo de la docencia, compartido en la especialidad de dibujo técnico por licenciados en matemáticas, física, o arquitectura, más preparados para superar los contenidos aunque no necesariamente para impartirlos con idoneidad.
No creo oportuno seguir ilustrando esta disertación con más ejemplos extraídos de mis experiencias personales, pero, resumiendo, el caso es que con mayor o menor fortuna pude desarrollar cierta experiencia profesional en diferentes ámbitos no siempre estrictamente relacionados con la Imagen pero razonablemente oportunos (gráfica publicitaria, cine, escenografía, modelismo...) para dar una cierta credibilidad y consistencia a mi doctorado. No obstante, no pude eludir, por motivos de supervivencia y casualidades varias, verme abocado de nuevo a la enseñanza mientras ejercía de artista mercenario en distintos ámbitos más o menos degradantes o enriquecedores, según se mire.
No tardaría mucho en acuñarse la expresión "mileurista", que siempre me pareció despreciablemente llorica, porque 1000 euros mensuales era un sueldo de ensueño para mi realidad diaria.
Un profesor de dibujo, en una escuela concertada con dos o tres líneas de bachillerato, no llega a cubrir una jornada laboral completa, con lo que yo no obtenía ni la mitad de esos 1000 euros, lo que me obligaba a mantener mis actividades de artista de fortuna para llegar a final de mes, y, de paso, para autoconvencerme de que así dotaba de credibilidad mi currículum.
Lo curioso es que, al entrar en el circuito administrativo de la bolsa de interinos del Departament d'Ensenyament, descubrí que el baremo de méritos para situarte en una cierta posición ventajosa de la lista o para contar con una cierta acreditación cara a posibles concursos de plazas, apenas considera puntuable la experiencia profesional, sino estrictamente la docente, y los créditos aportados por el hecho de poseer un doctorado son igualmente despreciables.
Anteriormente a la existencia de especialidades de licenciatura, los licenciados en Bellas Artes, sin especificar, no habían cursado nada que los acercase a las nuevas tecnologías de la información, al video, a la fotografía o al diseño, sin embargo, con dicha titulación genérica, se les supone oficialmente aptos para impartir cualquier especialidad de los estudios artísticos. Con la especialidad de Imagen, como en mi caso, por ejemplo, me veía obligado a solicitar plaza sólo entre 7 posibles especialidades (Fotografía, Maestro de Taller de Fotografía y Procesos de Reproducción, Medios Informáticos -pese a no haber visto un solo ordenador en toda la especialidad-, Medios Audiovisuales, y, estas sí que son buenas, Diseño de Joyería y Bisutería, Diseño de Corte y Confección y otra especialidad todavía más bizarra para un "especialista" en foto-cine-video que prefiero ni mencionar). Y lo cierto es que, una vez que se te ofrece una sustitución o un interinaje en una de estas especialidades, lo normal es que los módulos o asignaturas que has de impartir no siempre se corresponden a ellas, para bien o para mal, por imperativos de necesidades del centro, lo cual hemos de asumir con deportividad, pero desbarata bastante la supuesta lógica en la que se basa el sistema.
En la época en que cursé estudios de Imagen, la informática y las aplicaciones digitales no habían llegado a la universidad. Habíamos sido instruídos en fotografía y vídeo analógicos (ni siquiera existía la denominación "analógico" en oposición a "digital"). Pero en muy pocos años, las aplicaciones digitales de edición de foto y vídeo se habían instalado en las escuelas de artes plásticas y diseño y, supuestamente, nosotros formábamos parte de los titulados más idóneos para impartir los módulos correspondientes. De nuevo había que reciclarse o morir. Y así sigue siendo. Nos vamos capacitando por nuestra cuenta para lo que va surgiendo para mantener una digna posición en la bolsa de interinos docentes o salir de ella consiguiendo una plaza estable vía oposición (cosa que actualmente parece posible sólo en un argumento de ciencia-ficción). Cuando éramos recién llegados veíamos que nuestras capacitaciones y nuestra experiencia profesional no hacían sombra a la rentable "experiencia docente" reconocible como tal de los más vetranos (la experiencia en centros concertados computa muy por debajo de la oficial, y la experiencia profesional en los ámbitos profesionales reales para los que supuestamente preparamos a nuestros alumnos no cuenta nada; si has ejercido de formador de una aplicación digital a un grupo de profesionales, no se te reconoce crédio alguno, a no ser que se lo hayas impartido a profesores, en cuyo caso se computa como si hubieses sido un asistente más). Podría seguir con más argumentos a favor de una visión Kafkiana del sistema educativo artístico de este país, pero no quiero, porque se dan solos sin necesidad de entresacarlos de una marea de datos.
En la actualidad, es inminente la publicación de lo que se viene denominando "Decreto de plantillas", que dará potestad a los directores de centros públicos para seleccionar al personal docente al margen de su posición por méritos en el orden de lista de la bolsa de interinos (algo que ya se inició cuando la LEC les dió poderes para evaluar, inspección mediante, al personal docente aspirante a plazas en concurso por oposición). Según este proceder, ha llegado el día en el que probablemente un profesor no será "llamado a filas" por la administración siguiendo un orden de lista, sino que podrá ser requerido por un director de centro mediante una entrevista, tal y como viene haciéndolo la enseñanza concertada y privada. Sin excesivo disimulo se está privatizando la enseñanza pública. De hecho, a lo que apunta la nueva legislación es a la creación de un cuerpo de directores ajeno al cuerpo de docentes que supone una concepción fabril, mercantil, de los centros educativos.
Para imaginar las posibles consecuencias desde una perspectiva optimista, basta con tener fé en el sentido común y las buenas intenciones de los nuevos especialistas en dirigir centros educativos ajenos al ejercicio docente y a los riesgos inherentes a la subjetividad de dicha posición.
En este contexto, los alumnos de estudios artísticos siguen esperando lo mismo de siempre: que sus profesores estén preparados y capacitados profesional, académica y pedagógicamente; que, además, dispongan de medios materiales y organizativos idóneos para el desarrollo de su actividad y que, además, como apunta Maria Acaso, sepa recontextualizarse en el sistema educativo renunciando a su arcaica posición jerárquica en el aula, monitorizando o tutorizando las actividades docentes de sus alumnos a su misma altura, en un intercambio bilateral de información, aprendiendo a la vez que impartiendo, improvisando a la par que siguiendo un programa tan diáfano como flexible y enriquecedor. Algo no excesivamente alejado de lo que muchos docentes intentamos hacer en nuestro día a día, pero decididamente difícil cuando las presiones burocráticas consumen nuestro tiempo o la actitud de nuestros alumnos es apática, negativa o improductiva, algo no sistemático pero tampoco infrecuente.
Si alguien ya se ha leído el libro de Acaso y quiere comentar algo al respecto será vienvenido. Mientras tanto, dadme un tiempo para adquirirlo y leerlo. Es posible que hasta entonces no se me ocurra comentar nada más sobre la enseñanza del arte o el arte de la enseñanza, por si Acaso.
(Mafa Alborés)
Os dejo el link correspondiente a la entrevista a Maria Acaso y una transcripción de un extracto de la misma, del que me he tomado la libertad de destacar tipográficamente los párrafos que me parecen más interesantes:
http://www.lavanguardia.com/vida/20140203/54399735418/hay-acabar-jerarquia-profesor-aula.html
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