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domingo, 9 de agosto de 2020

El escritor, el fotógrafo y el lógico matemático al desnudo. Malentendidos entre Charles Dogson y Lewis Carroll al otro lado del espejo.

Presunta fotografía de Lorina Lidell realizada por Lewis Carroll

Enlazamos la fotografía dentro de la fotografía, el cuadro dentro del cuadro, y el uso de la fotografia como escenificación por parte de Gilbert Garcin, con los juegos especulares de Lewis Carroll...con los mundos sugeridos al otro lado del espejo y su relación con la fotografía.

 

 

 

Hace unos años, la BBC produjo un documental sobre Lewis Carroll, presentado por Martha Kearney, que ahondaba en su obra literaria y fotográfica y que también pretendía arrojar cierta luz sobre las acusaciones de pederastia flotan alrededor de su biografía y especialmente de sus fotografías de desnudos infantiles.

El documental, producido por Neil Crombie y Joe Evans, excelente y sin duda interesante, parece debatirse entre el elogio y la desprobación moral del artista intentando contextualizar culturalmente en su época su trato con menores y la participación de éstos (éstas, en su mayoría) en sus juegos dialécticos y en sus puestas en escena fotográficas. Lo incrustamos, mientras dure y sea posible, al inicio de la galería de imágenes y comentarios de este post para que podais contrastar nuestros comentarios al respecto, pero os anticipamos que encontramos ciertas carencias y omisiones que habrían redondeado el resultado, ya que, en definitiva, más que una observación sobre cuestiones estéticas de la obra fotográfica y literaria de Carroll, parece en ocasiones tan sólo un debate sobre la moralidad del desnudo fotográfico infantil y sobre los chismorreos sociales acerca de la personalidad pública y privada del reverendo Dogson.

Alicia Lidell por Julia Margaret Cameron

Para empezar encontramos un cierto oportunismo en aprovechar la ignorancia de gran parte del público acerca de la actividad como fotógrafo del reverendo Dogson, alias Lewis Carroll, y de la existencia de Alicia Lidell comp inspiración de su famoso personaje literario. No obstante, a sabiendas de que este hecho no es sorprendente para el público más instruido, también es cierto que de alguna manera se da por hecho dicho conocimiento y se ofrece el producto como una profundización en el hecho, y sin embargo encontramos una cierta falta de contextualización histórica con otros autores célebres coetáneos a Dogson y en su día igualmente ignorados como piezas clave de la historia de la fotografía, como Julia Margaret Cameron, quien también realizó retratos de Alicia Lidell adulta y de los que falta un comentario oportuno en el documental.

Alicia Lidell, a la derecha, fotografía de Julia Margaret Cameron

Tanto en manos de un autor como del otro, la participación de Lidell en sus fotografías responde a una especie de pasatiempo social e intelectual, que asocia la fotografía con la documentación de puestas en escena de las lecturas de la época y de la práctica del teatro amateur, estableciendo una relación, muy de acorde con el pictoricismo reinante, entre teatro y fotografía, entre ilustración y escenografía. Por ello no es de extrañar que en otras escenificaciones teatrales registradas por Cameron nos volvamos a encontrar a Alicia Lidell como partipante, caracterizada como personaje afectado por los gustos literarios y artísticos de su tiempo, que, en pleno germen de la revolución industrial, echa una mirada nostágica a la naturaleza y a la mitología relacionada con antiguas creencias paganas, como bien se refleja en el arte de los pintores prerrafaelitas, tan influenciados a su vez, por cierto, por el advenimiento de la fotografía.



De forma más o menos resumida y tradicional, en varios referentes de la historia de la fotografía se nos cuenta que Charles Dogson ejerció como fotógrafo aficionado y pionero, además de poeta, escritor, profesor y ensayista de lógica y matemáticas. Que mantuvo relaciones de lúdica e intelectual correspondencia con niños y niñas de familias con las que mantenía cierta amistad y que también los hacía partícipes de sus actividades fotográficas como modelos, lo que siempre ha extendido un cierto velo de duda sobre las intenciones y motivaciones de Dogson al respecto de sus posibles inclinaciones pederastas. También se ha dicho que gran parte de su colección privada de fotografías fue destruida a instancias de su propia familia y de las familias de los niños y niñas fotografiados por tratarse de desnudos que podrían considerarse, a la postre, comprometedores, e incluso se ha lamentado con ello la pérdida de parte de un tesoro histórico y artístico a causa de prejuicios morales e históricos.

Sin embargo, la idea generalizada de que las fotos de desnudos infantiles de Carroll se ha perdido completamente no es del todo cierta, y no se suelen mostrar ejemplos de las que perduran, tal vez por una cierta persistencia del mismo prejuicio que supuestamente las ocultaba. Lo que también ocurre es que dicho prejuicio tal vez no fuera tal en su momento y que hayamos distorsionado la opinión al respecto de su supuesta conducta. De hecho, como se nos apunta en el documental de Crombie y Evans, el desnudo infantil no se consideraba escandaloso ni inmoral en su época (como sí lo sería ahora, o cuando menos perturbador en su formalización y publicación gráfica) y sí lo sería el desnudo adulto, por más que su uso temático en la pintura, la escultura y otras artes figurativas y escénicas evocase siempre un cierto retorno a los cánones clásicos. 

A decir verdad, parece ser, por lo que sugiere el documental, que se trataría de una fotografía realizada a Lorina Lidell, hermana de Alicia, desnuda y ya con cierto desarrollo que en la época la situaría fuera de la niñez, lo que podría sustentar la teoría de una posible relación ilícita con la joven que distanciase drásticamente la relación de Charles Dogson/Lewis Carroll con la familia, y un cierto descrédito social.  Los argumentos esgrimidos nos parecen notables, significativos y bien expuestos, pero lo cierto es que sólo contribuyen a enturbiar de algún modo la imagen pública del autor del libro supuestamente infantil más célebre, a excepción, tal vez del de su casi coetáneo James Matthew Barrie, "Peter Pan". 

De hecho, como en el caso de Barrie, la relación mantenida con los niños parece ser bastante profunda en Lewis Carroll, y si bien es cierto su preferencia por las niñas, se debe posiblemente a que su educación y condicionantes sociales hiciesen que su complicidad fuese más duradera.

La verdad es que se puede leer una parte significativa de su correspondencia con estas niñas (Niñas. Lumen, 1998, ISBN 978-84-264-2314-6.) donde podemos comprobar que las trataba de forma muy madura a la vez que cómplice, inteligente y juguetona, y si observamos sus fotografías vemos que dicho juego inteligente e intelectual, cargado de ironía y cierto sarcasmo pasa por unas puestas en escena sesudas y serias de pose pero apuntando al juego y a la risa. De cualquier forma, los tiempos de exposición de los materiales sensibles utilizados por Carroll en su tiempo exigían poses y expresiones estáticas, y la sonrisa forzada no era lo idóneo para retratar adultos, y mucho menos niñas dispuestas a participar en un juego del que la seriedad impostada formaba parte.

La seriedad de las retratadas, por tanto, se debe a una impostura que forma parte del juego y que demustra una cierta complicidad intelectual que tal vez no descarte totalmente las posibles motivaciones de atracción morbosa por parte del autor, pero que en todo caso las suavicen o apunten a que se conformaba con documentar sus ensoñaciones de forma intelectualmente íntima y absolutamente privada, que tal vez algunos podrían traducir como una forma peculiar de reprimirlas o, justamente al contrario, no reprimirlas totalmente para exorcizarlas dejándolas salir a la luz.

Pensemos, si no, en las famosas fotografías de Alicia Lidell, especialmente en la que posa como pordiosera, vestida pero insinuando un hombro y un incipiente pecho de un modo que se podría considerar más perturbador (tal y como apunta Martha Kearney en el documental) y que sin embargo nunca han suscitado polémica alguna, al igual que tantas otras fotos célebres de Alicia o de otras amigas de Carroll caracterizadas como personajes de cuentos de hadas o de otros mitos de las narraciones populares. 

En ocasiones, las niñas aparecen disfrazadas de personajes adultos, pero ello nunca se percibió como nada ajeno a las posibilidades del juego imaginativo que la fotografía colaboraba a materializar en evocadoras imágenes de carácter poético, y tal vez esto incluya también a aquellas en las que las modelos posan desnudas, ya que de nuevo asumen un disfraz que las convierte en analogías de los grabados que reproducían obras de arte célebres en el gusto imperante de su época, y no olvidemos que una de las argucias de la fotografía temprana para reivindicarse como forma de arte era emular los temas y maneras compositivas e iconográficas de la pintura.


Lo que cabría preguntarse es el porqué acerca del relativo secretismo sobre las fotos supervivientes de desnudos infantiles de Lewis Carroll y el proteccionismo a su figura emblemática como figura pública, como autor de una obra literaria universal y como uno de los padres del arte de la fotografía, por no hablar de su innegable aporte a las reflexiones teóricas acerca de las implicaciones estéticas del nuevo arte tecnológico en la cultura.



                                      


Tal vez sea oportuno recordar lo que comentábamos en el pasado, en el bloque "Digo, miento, fotografío", acerca de la obra de Lewis Carroll como fotógrafo:


La estética de Lewis Carroll y el paisaje artificial. El fotógrafo como autor. C. Dogson ante el espejo
Helmut Gernsheim, máximo historiógrafo reconocido de la fotografía, debió verse afectado por sentimientos similares a los descritos cuando, en 1949, como describe Brassaï "... cayó en sus manos un aficionado de la era victoriana que, para su sorpresa, identificó como Lewis Carroll. Por este hecho, el escritor y poeta dejó entrever al hombre, al aficionado a la manuscrito titulado “Alicia en el país de las Maravillas”". Pero, como dice Tueedledee en “A través del espejo”, “si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Eso el lógica”.
Y es que Carroll, Charles Lutwidge Dogson, burgués de vida ordenada, apacible profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford y de lógica en la High School de la misma localidad, era un Leonardo da Vinci victoriano cuya filosofía, llámese lógica, en todas sus actividades es, en palabras de Wittengstein (extraídas de un artículo publicado en el nº 109 de 'Philosophische Unterschuunge') “una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”. Carroll no es un literato, es un domador de lenguajes. Alfredo Deaño, cuando nos introduce a la obra lógica de Carroll, alude a la conciencia que Carroll tenía del hecho de que “una obra no tiene solamente -o no tiene por qué tener tan sólo- el sentido que su autor haya querido atribuirle” (Carroll, L.: "El juego de la lógica", Alianza Editorial 1972)

Sea como fuere, no podemos hablar de Carroll como autor fotográfico ignorando sus otras actividades, porque perderíamos dos de los aspectos más interesantes de la fotografía en general:

1- Su dimensión lúdica. La fotografía como afición o divertimiento.
2- Su carácter documental, su registro automático de datos materiales del pasado.

Carroll ejemplifica el término “fotógrafo” a través del potencial autor que todo aficionado lleva dentro, pero, además, es seducido por la aparición de la fotografía en su vida (como cualquier otro fotógrafo en sus comienzos) cuando ésta hace su aparición en la vida de la sociedad accidental (como todos los fotógrafos coetáneos suyos, pioneros del nuevo arte).
La originalidad de Carroll como fotógrafo estriba en que no otorgó una dedicación profesional a la fotografía de modo similar a su dedicación literaria, cuya grafía de modo similar a su dedicación literaria, cuya profesionalidad nunca fué intencionada, sino casual.

Hace un tiempo, no mucho, me sedujo una fotografía reproducida en un libro histórico-antológico de grandes autores.
En la fotografía, una muchacha de largos cabellos, una joven mujer de mirada inexplicablemente triste, mira a la cámara con la misma seguridad que una Monna Lisa desprovista de su sonrisa seguiría contemplando a Leonardo.
El retrato, magnífico, es obra de Julia Margaret Cameron. La joven retratada, y ahí radica el obsesivo interés que me inspira esta foto, es Alicia Lidell, la misma Alicia que inspiró el más famoso personaje creado por Lewis Carroll.
Por una parte, este retrato, como los de Carroll, evoca lo que de Alicia hay en su imagen especular literaria, por otra me remite tanto a los retratos de la Lidell realizados por Carroll como al conjunto de retratos realizados por el reverendo Dogson. Alicia es sólo mera especulación. Alicia Lidell fue una mujer concreta, pero lo que de ella podamos saber también entra en el terreno de la especulación histórica. Descubrir su imagen, su reflejo fotográfico, reproducción fiel de su apariencia física, nos conmueve de forma similar (sin ánimo de ser irrespetuoso) al poder seductor de la sábana santa de Turín. Merece la pena reflexionar sobre estos sentimientos.

En un principio, cuando, en los cursos de doctorado del departamento de Imagen de la facultad de Bellas Artes de Barcelona, el profesor M. Laguillo propone como línea de trabajo el tema “El fotógrafo como autor”, sugiere la elección de un autor reconocido para comparar su producción con la de sus coetáneos no reconocidos. La elección de Lewis Carroll obliga en cierta manera a una inversión de dicho planteamiento, ya que Carroll no es reconocido como fotógrafo en su tiempo, sino en el nuestro, y de un modo casi accidental.
Lewis Carroll, como autor, goza del privilegio de poder ser observado como un aficionado de excepción amparado en su talento polidisciplinar, y en su indiscutible maestría de la técnica fotográfica. Su importancia no radica en el legado de estas ventanas a su mundo, sino en el hecho de habernos dejado a la vista las llaves para abrirlas.
La adaptación al teatro de la recopilación de sus cartas a niñas a cargo de Hermann Bonnin y Sabine Dufrenoy (que tuve ocasión de presenciar en el teatre Malic de Barcelona en Mayo de 1993) reproduce un sintético decorado de fantasía victoriana en el que Dogson - Carroll mantiene “monólogos dialécticos” con una representante de sus amigas niñas.
A un lado de la escena, un espejo. Al otro, opuesta al espejo, una antigua cámara fotográfica. Carroll atrapado, en su mundo, entre los límites de la imagen especular y el ojo de la cámara.
En un espejo de uno de los pisos que he habitado en Barcelona, todavía se leía una leyenda toscamente garabateada por un antiguo inquilino: “Aquí te ves como ves que te ves al verte visto”. Aunque desconozco la autoría de esta frase, su lectura me recordó inmediatamente a Lewis Carroll y es que, dejando a un lado (si es posible) la calidad de su obra fotográfica, lo que posibilita que se le considere autor por encima de su carácter de aficionado, es su clara conciencia de las implicaciones filosóficas de la imagen especular, de la simetría implícita en la inversión óptica de la imagen fotográfica, de su relativización del espacio y del tiempo, a través de su expresión mental, lingüística.
Esta proeza intelectual, que se sirve de las ilimitadas limitaciones de la lógica, sirve a Carroll para entrar en el país de las Maravillas reflejando en el espejo, ese espejo que nos hace preguntarnos a qué lado de él nos encontramos. El juego, para Do-do-dogson, es una forma de entender las cosas más que una mera diversión, ya que el fin de ésta es la risa incontenible, la sonrisa espontánea. Carroll controla la risa para retener la verdad que la provoca. La fotografía, la poesía, la narrativa, le ofrecen distintas formas de jugar, pero para los fines de Carroll es necesario no apreciar lo visible de las cosas sin sacar conclusión alguna. 

 

Llegados a este punto en que incluso reivindicamos como significativa la tartamudez de Charles Dogson, queremos hacer un inciso a nuestros pasados escritos sobre su obra fotográfica y recordar un detalle que se presenta como relevante en el documental que nos narra Martha Kearney como algo destacable, y se refiere a la seriedad de los rostros en dos fotografías importantes: 

la atribuída a Carroll con Lorina Lidell como modelo (y que da sentido al carácter investigador del documental) y la que pasa por ser el último retrato que Carroll realizó a Alice una vez restituida la relación personal con ella y su familia. En ambas se destaca la seriedad como signo de sufrimiento o rotura, algo así como los vestigios de un daño que ha dejado huella, y sin duda ello contradice nuestra argumentación de la obligada seriedad tradicional de los retratos realizados con exposiciones relativamente largas. Además, no siempre los retratos de Carroll constatan esta afirmación, puesto que en ocasiones encontramos muestras en las que el juego y la risa implícita no se esconden tras un posado impostadamente serio, sino que encontramos ejemplos en que las modelos, tal vez en circunstancias de óptima iluminación o en busca de una expresividad alternativa, sonríen ante la cámara, o incluso posan acompañadas por sus padres haciéndolos también partícipes del juego establecido por el fotógrafo. 

¿Imperativos sociales para conseguir la aprobación? Tal vez, pero en todo caso todas las tomas fueron realizadas con la connivencia con las familias de las niñas, y creo que la seriedad manifiesta de todas ellas en casi todas las fotos demuestran que buscar culpa en la foto de Lorina desnuda o en el último retrato de Alicia es posiblemente tendencioso, y que la dificultad técnica de ofrecer un buen registro de una sonrisa natural es la única causa de que no sean más frecuentes a riesgo de estropear la toma. Las excepciones de retratos en los que las modelos sonríen sólo confirmarían que, en caso de ser posible o deseable, Carroll no descartaba sistemáticamente dicha opción, pero en su juego, uno de los componentes de la risa implícita consiste en ocultarla.

Continuemos recordando lo que decíamos hace un par de décadas acerca de lo que nos sugerían las fotografías de Carroll a la luz de su correspondencia escrita con las niñas que servían de cómplices a sus juegos:

Sobre la risa y la imagen en el mundo fotográfico de Lewis Carroll.
La palabra RISA su concepto y su concepción, su esencia y su causa, están íntimamente interrelacionados con el concepto, con la concepción, la esencia y la causa de la palabra MECÁNICA. Lo mecánico es prontamente irrisorio. Reconocer la forma, ver la realidad desnudo, en su esqueleto formal, provoca hilaridad. Toda actividad se basa en una mecánica, una serie de movimientos con un orden o con varias órdenes. Si yo subrayo mi manuscrito para hacer hincapié en algún aspecto del discurso al lector, tomo una importante decisión si después no lo hago evidente durante su lectura oral. Desentrañar la simpleza de una mecánica a golpe de vista, intuir las leyes físicas que rigen los movimientos que le dan forma provoca hilaridad, puesto que todo nuevo descubrimiento acerca de los “porqués” de las cosas es señalado con una marca, un hito, un mojón; un punto, una línea, una sombra, una luz, una nota, un “ya”, un !Há!, un “ !ajá!, un “!ajajá!, o una incontenible carcajada: una señal rápida. Un acelerado (precipitado) testimonio de identificación del entendimiento. “Ja” significaría “ya”, “sí”, “lo he cogido”; lo entiendo. Recibido.
La risa más breve delata que el cerebro ha archivado con toda certeza un nuevo dato; ha corroborado un conocido. Si algo es aplastantemente reconocible, si su mecánica ya había sido desentrañada con avidez, y grata sorpresa, el “ja” se emite como exteriorización energética de un pretérito y menudo esfuerzo mental.
Por otro lado, lo primero que el Ser Vivo que el hombre lleva escrito en sus genes experimentó, probablemente, fue la comprobación de la presencia mediante la ausencia. La experiencia de un sólo instante, si pudiese existir un instante único, equivaldría a la eternidad, al infinito: la nada. La “distancia” entre un latido de corazón y el siguiente nos ha dado medida del tiempo antes de ser conscientes de nuestra propia conciencia del tiempo.


En este sentido, Lewis Carroll, que relativiza constantemente el espacio y el tiempo en las dos odiseas de Alicia, limitando la risa a una sonrisa de asentimiento, encuentra en las fotografías una congelación del fenómeno especular, un soporte perfecto para establecer un particular juego entre espacio y tiempo.
Los retratos de Carroll son fruto de un juego tan serio que sólo puede ser comprendido por un conjunto selecto de cómplices. Su preferencia por las niñas (un grupo escogido de ellas) no es casual. Su lógica aparentemente neurótica encuentra justa réplica en la inteligencia de sus pequeñas amigas, como comprobaremos con la lectura de su correspondencia.
Dogson ingeniaba todo tipo de gracias para atraer a “sus” niñas, pero lo que buscaba era compartir su risa, y no, sencillamente, provocarla.

Si no se desentraña la simpleza mecánica que provoca la risa, se crea un desconciero, una suerte de pereza mental, que, si no atisba una mecánica, la inventa y provoca la mal llamada risa espontánea ante lo nuevo, lo chocante. Mecánica y forma entrañan cierta equivalencia.
Es frecuente que una fotografía provoque la risa de quien no tiene la costumbre de hacérselas. Lo chocante de su propia imagen vista desde fuera le hace reír. Carroll comparte esa risa con sus niñas, pero no con nosotros.
Casi todos sus retratos muestran rostros terriblemente serios y circunspectos que se nos antojan melancólicos, pero que denotan una pose bien asumida. Son retratos muy diferentes de la indagación psicológica y humana de Julia Margaret Cameron, preocupada por armonizar una expresiva espiritualidad (acercamiento al rostro) con una composición armónica (de inspiración pictórica aunque conscientemente fotográfica) de luces y sombras. Esta espiritualidad es entendida como algo sublime, algo serio. Los retratos de la Cameron no sonríen, e incluso ostentan un melancólico brillo en sus ojos. Es cierto que la fugacidad de la sonrisa estaba reñida con las largas exposiciones necesarias en la época (Carroll escribe numerosos textos en los que ironiza sobre este hecho), pero la seriedad de Alicia Lidell me parece distinta en las fotos de Carroll, más sencillas y “naturales” que las de los profesionales. Si observamos el retrato que Cameron realiza a la niña Esme Howard en 1869 intuímos una noción del espíritu que nos recuerda a los personajes de la Brönte. Carroll no viaja a las profundidades espirituales de sus modelos, sino que las convierte en cómplices de un juego personal.
Técnicamente, Carroll huía de los fondos convencionales, y del desenfoque evocador de Mrs. Cameron. Además, era raro que no mostrase el cuerpo al completo, de pies a cabeza, añadiendo a la expresión del rostro una actitud corporal. Sus textos sobre fotografía, escritos en clave de leyenda irónica y traviesa, hacen referencia a la obsesión de Carroll, en palabras de Brassaï, “de que la persona 'entera' entrara en las fotografías”. Del mismo modo, huye de las poses y actitudes que suelen adoptar los fotografiados, disfrazando de absurda nobleza su imagen fotográfica. Sin embargo, encuentra natural el artificio lúdico de una técnica que se presta a ello antes que a su institucionalidad social.
Lo que nunca dejará de fascinarme es la seriedad de esos rostros infantiles en busca de una risa interior compartida. Un fenómeno similar al que se produce en Buster Keaton, un maestro de la risa que nunca se ríe, pues le interesa el motivo de la risa, la verdad que encierra, no la que la carcajada oculta. Esa plena conciencia de la utilidad intelectual del sentido del humor, del juego, es admirable en toda la obra de Carroll, en su vida, y se vislumbra a través de su literatura (de cualquier índole) y de sus fotografías en un tono peculiar.
Espero no ser inoportuno haciendo un nuevo paréntesis temático que me viene a la mente:
La “verdad” es, fácilmente, irrisoria en los medios de comunicación. Basta jugar con la mecánica dialéctica que la sustenta. La efectividad de los mensajes de los medios de masas depende, en gran medida, del “tono” que sus receptores consideran convincente, serio o respetable. Podría decirse que el “tono” de un mensaje vendría dado por la “altura” que alcanza el poder de una forma (una mecánica) antes de ser totalmente irrisoria para un individuo receptor.
Es interesante observar este fenómeno en la forma de exposición de los sucesos periodísticos, por ejemplo, narrados literariamente en su contenido, alterando su forma periodística. Los periódicos especializados en sucesos no son leídos por razones de información, sino por una búsqueda de confrontación con problemas humanos universales, análogamente a la morbosa atracción de una tragedia real como un accidente de tráfico.
Los “Reality Shows” televisivos se basan en un principio similar. Sin embargo, muchos enunciados de sucesos periodísticos, al margen de la tragedia humana que entrañan, provocan la risa al evidenciar su tono-recurso (me refiero a enunciados del tipo "Mata con un hacha a su mujer porque le impide ver el gol victorioso de su equipo en la televisión", o "Los bomberos consiguen extraer del cuerpo de una barcelonesa de cincuenta y cinco años el miembro de su amante de dieciséis, muerto de fallo cardíaco cuando copulaban en la bañera".
Así como el tono determina en un mensaje la risibilidad de éste (más por el tono que establece el receptor que el que pretende marcar el emisor, en muchas ocasiones), la risa tiene un tono, y podríamos decir que el tono también determina la risibilidad de la risa.
Los que hacen reír a unos, irritan a otros. Estos otros se ríen con los que no hacen reír a los primeros y se ríen de los que pretenden ponerse serios. Me viene a la mente el fenómeno de la doble audiencia de José María Carrascal, o de Carmen Sevilla, casos bastante claros de humoristas involuntarios. En el momento de ultimar la revisión de este texto, la televisión, la publicidad y la prensa explotan la desdicha ajena de forma cada vez más evidente. Reírse del que pretende hacer gracia y es penoso, puede llegar a convencer a éste de que es gracioso, o al menos hacer que su ridículo resulte rentable para él o para un tercero. Este tipo de humor basado en el bochorno encaja con una noción de la risa como manifestación de un acto social de censura, heredado genética o culturalmente, tal y como expresa Jáuregui en "El ordenador cerebral".
Recientes comedias cinematográficas como "Flirteando con el desastre", "La boda de mi mejor amigo", o "Algo pasa con Mary", explotan esta vena humorística de forma extremada y novedosa, apuntando, casi casi, a lo que podríamos definir como un nuevo género de comedia romántica -lo que yo denominaría 'rosa-gore', o algo así-.
El “tono” humorístico de Lewis Carroll exige un entendimiento de la realidad más cercano a la sonrisa irónica que a la carcajada, pero la sonrisa, en Carroll, como en tantos otros grandes humoristas, es un fin, nunca un recurso.
El retrato de Beatrice Henley destaca entre las demás fotografías de Carroll a causa del rostro risueño de la pequeña, quien, sencillamente, se limita a posar apoyada en una esquina de la casa; sin embargo, los retratos que incluyen algún tipo de artificiosa representación muestran a las niñas serias, 'en su papel'.
La seriedad de los retratos de Carroll nacen de una sonrisa intelectual interior alimentada de la verbigracia típica del humor inglés. La era victoriana simboliza la formalidad y el estricto formulismo social , en contraste con una ociosa prosperidad burguesa. Sin embargo, las poses intencionadamente (y socialmente aceptadas, o más bien, obligadamente) serias de los retratos de la sociedad Victoriana resultan graciosas, un tanto ridículas, pues su truco es evidente a nuestros ojos. 

En cambio, la seriedad de los retratos de Cameron nos atrapa con su estudiado carisma, y lo mismo ocurre con los de Lewis Carroll, el reverendo Charles Dogson, el hombre socialmente serio y formal que, al otro lado del espejo de sus pupilas, no puede parar de reírse de lo que acontece en el exterior tanto como en el interior.
Las niñas que buscan con el ojo de su cámara, para atrapar su corporeidad al menos en la superficie de Colodión, son cómplices de una exquisita pederastia intelectual.
Lo que mejor define a Lewis Carroll como autor fotográfico, su marca de estilo, es el reconocimiento de su mundo en su diálogo con sus modelos y la clara conciencia de su artificiosidad, de su engaño implícito, un engaño análogo al de la propia fotografía y al de la propia realidad.

No quiero llegar al final de esta primera parte de mi trabajo sin recordar, una vez más, que no se trata ni más ni menos que de una avalancha de ideas, tal vez oportunas, para entrar en los dos bloques siguientes con una cierta predisposición, pero sin olvidar una cierta ausencia de rigor metódico. Remito, para ello, a la lectura de reflexiones más serias sobre la risa, como "Le rire", de Henri Bergson (Presses Universitaires de France, 1940 -4a ed. 1988) o "Sobre la risa", de Joachim Ritter (1974), en su obra "Subjetividad. Seis ensayos" (Ed, Alfa, Barcelona-Caracas 1986, pp. 53-79).
Si mis lectores han optado por leer correlativamente los tres bloques de este libro, en vez de acudir directamente al tercero, he de convidarlos a pasar a la segunda parte con un espíritu un poco más crítico, aunque sin dejar de recordar que no pretendo más que ofrecer mis propias preguntas alrededor de mi propia actividad como pintor, ilustrador, diseñador y decorador naturalista, esperando que, tal vez inadvertidamente, esta sopa incluya algún ingrediente más alimenticio de lo presumible.
El engaño oculta información, la vela o la deforma, tanto si es intencionado como si nace voluntaria o involuntariamente del receptor del mensaje, quien delataría con su falsa conclusión su propia desinformación.
Hay un fotógrafo invisible en cada foto, pero también un fotografiado invisible tras su imagen, un paisaje invisible, un animal invisible.
Ya veremos.

En cuanto a algunas de las fotografías de desnudos infantiles asociadas a Lewis Carroll o atribuidas a él, hemos de observar que aluden a composiciones de una índole diferente, en las que se manifiesta una cierta espiritualidad asociada a la presencia del paisaje como símbolo de un nostágico retorno a la naturaleza que reconecta con mitos feéricos ancestrales anglosajones, algo muy característico y recurrente en la cultura victoriana, afectada irremediablemente por el advenimiento de la era industrial, por el dominio del tiempo y el espacio implícitos en el naciente ferrocarril y la fotografía, las máquinas de vapor y las mercaderías de ultramar del imperialismo colonial.

El paisaje, en la tradición literaria inglesa, simboliza la naturaleza y los sacrificios por su dominio y conquista, y su presencia iconográfica en la pintura y la ilustración arrastra esta herencia pese a que el paisaje en la pintura nace con la burguesía agropecuaria, y por tanto con la representación de la naturaleza domeñada y rentable. 

Las invenciones mecánicas y tecnológicas, los descubrimientos científicos, parecen despertar un temor ante la posibilidad de una pérdida definitiva de la naturaleza ancestral, del paraíso mitológico y de los espíritus que lo habitaban. Carroll no participa de esta tradición si no es para deformarla o casi caricaturizarla, y tal vez no sea casual la ausencia de paisajes en sus fotografías, a excepción en todo caso, del acabado final de los desnudos fotográficos que se le atribuyen, o al menos de los típicos que se realizaban en su tiempo recurriendo a desnudos infantiles y a la inspiración de las ilustraciones de libros de cuentos de hadas. No tardarían en convertirse en el tema fotográfico de moda asociando la magia de la modernidad científica a la perdida magia feérica apenas veinte años después con el caso de Cottingley auspiciado por Arthur Conan Doyle

Tal vez por ello me venga a la mente lo que escribí acerca de la relación entre Lewis Carroll y el paisaje, sin pensar entonces que lo cerraría en torno a su observación del desnudo infantil y su asociación a las estampas ilustradas que recurrian a este tema vinculándolo a los paisajes naturales idealizados:

 


El paisaje especular. Lewis Carroll y su tiempo.
Mencionábamos, al hablar de la relativización del paisaje mítico anglosajón, la labor de esos artistas gráficos condenados a la segunda división del mundo del arte: los ilustradores. El mundo feérico anglosajón, al recoger tradiciones culturales del resto de Europa, como ya hemos dicho, encuentra en sus bosques lugar para ubicar a estos seres bajo la hojarasca, entre los helechos y el sotobosque o en las ramas de los árboles. Esta imagen prodigiosa del bosque, común a todos los pueblos cuyo asentamiento es cercano a las densas extensiones de arboleda, está motivada por la dificultad que entraña internarse en un espacio tan sobrecargado de cosas difíciles de distinguir. Muchas criaturas huidizas, a menudo peligrosas, otras veces absurdamente tímidas, dan pié a la reconstrucción, a partir de una imagen fugaz, de un guiño, a la reconstrucción de seres montados con piezas de otros seres, con la ayuda adicional de la penumbra móvil de la vegetación.

-Naturaleza e imagen. Especulación y animalidad.

Este fenómeno es patente incluso en la cultura más avanzada cuando el desconocimiento visual de algo lo recrea de forma absurda. Si repasamos las representaciones pictóricas del episodio de Jonás y la Ballena, veremos que los pintores se limitaban a aumentar de tamaño cualquier pez que las más de las veces habían visto servido en un plato. Múltiples representaciones de escenas mitológicas se permiten la licencia de recrear seres fantásticos aún tratándose, supuestamente, de animales reales.

Los delfines de Rubens, con agallas y escamas, no son más que rubios o meros rescatados de la cazuela. El conocimiento detallado de los elementos de la naturaleza fue a menudo desarrollado a través de ilustraciones y grabados muy lejanos de la realidad, y una de las grandes aportaciones de la fotografía a la cultura contemporánea fue la visualización aceptablemente exacta de animales y plantas.

Cuando mencionábamos a Swift, no insistimos tal vez lo suficiente en el hecho de que, en aquel tiempo, un liliputiense no era un ser más extraordinario que un masai o un pigmeo, difícilmente asimilables como seres humanos, y más si tenemos en cuenta que el campesino de la época creía en la existencia de gnomos, duendes y hadas, o , cuando menos, formaban parte de su concepción de las cosas aún sin creer en ellos.
Esta cultura tan rica en mitología doméstica en el plano oral y escrito, produjo un sinfín de imágenes a cargo de pintores e ilustradores como Richard Bovet, en el S. XVII (entre otros muchos) y un auténtico sinfín en el tránsito entre el S.XIX y el XX (T. Crofton Croker, Arthur Rackham, Wilma Hickson, J. F. Campbell, Jacobs, Steel, Williams Ellis, Croker o el mismísimo Tolkien).

-La expansión colonial y los otros mundos
La inglaterra victoriana estuvo marcada por una prosperidad burguesa basada en el comercio alimentado por las colonias. Los exóticos productos que probaban la existencia de tierras lejanas y distintas alimentaban la fe en descubrimientos nuevos salidos de entornos diferentes, a la vez que germinaba una sociedad industrial por y para la burguesía.
El puritanismo de las costumbres de esta sociedad burguesa ofrecía, como válvula de escape del tedio, la publicación de libros con grabados que recogían las historias que hablaban de parajes lejanos, no en el espacio, cada día más conquistado, sino en el tiempo, eternamente indómito. Los “viajes de Gulliver” mantenían su vigencia, como un clásico cuya sustancia iba mucho más allá de dos siglos atrás, pues el mismo fenómeno ocurría con los cuentos y leyendas del pasado, pero relegados al papel de lecturas de iniciación, de juventud ensoñadora, cuya temática, no obstante, era patente en los pintores prerrafaelitas e incluso en los primeros fotógrafos pictioralistas.
De hecho, los paisajes más “objetivos” de la época victoriana, en plena pubertad de la técnica fotográfica, son probablemente series fotográficas, como las de Francis Frith, dedicadas a “Egipto, Sinaí y Palestina”, ya que constituían el mejor recurso para competir con la imagen idealizada de las litografías. Sin embargo, la mayoría de los fotógrafos del círculo de la Photografic Society de Londres,
paisajistas o no, adoptaban una actitud romántica. En realidad, la elección temática de Frith obedecía también a una necesidad social de ver nuevos paisajes con un misterio encerrado dentro.
La literatura, análogamente, infiltraba, como réplica al naturalismo social de Dickens, nuevos planteamientos en dos vertientes: el análisis social, mordaz en casos como Wilde o Bernard Shaw, o bien mediatizando la narración en paisajes cargados de intrahistoria mítica (caso de Meredith o Hardy, o, más tardíamente, la búsqueda del mito en tierras lejanas en el tiempo y/ o en el espacio (G. Eliot, Conan Doyle, Joseph Conrad, Stevenson o Kipling).
Era lógico, por tanto (y de lógica vamos a hablar) que una obra como “Alicia en el país de las Maravillas” tuviese tanto éxito en una sociedad árida de canalizar su necesidad de un paisaje a la vez fantástico y cercano.
El artificio paisajístico de Wonderland es fácilmente asimilable por un público que sabe leer desde su infancia histórica el paisaje de símbolos, pero su auténtico impacto radica, además de su actualización a base de elementos típicos de la vida victoriana, en la disposición de las cosas a través de la lógica del lenguaje y el pensamiento, no siempre en concordancia con la disposición de la naturaleza.
Asimismo, la particular visión que Carroll (que trataré con más profundidad en un próximo apartado), hereda sin duda del paisaje literario tradicional, produce una excepcional caricatura gracias a una relativización del espacio análoga a la de Swift, pero sin salir del jardín de casa.
Los avances de la óptica, de importante aplicación científica, inspiran a Carroll la visualización de bosques de césped y flores, por no hablar de su revisión del bosque tras cuyos árboles todo puede aparecer.
En “A través del espejo” el bosque mítico adquiere una novísima revisión del paisaje de símbolos. El bosque en el que las cosas no tienen un nombre es, de hecho, el propio universo, en la medida que se aparta de las criaturas manipuladoras de símbolos que etiquetan porciones de él, porque, como Alicia había recalcado pragmáticamente, “es útil para la gente que les pongan nombre”. La conciencia de que el mundo por sí mismo no contiene signo alguno (que no existe conexión alguna entre las cosas y sus nombres, a no ser a través de una mente que encuentre las etiquetas útiles) es, huelga decirlo, el nombre, una apreciación filosófica trivial, pero ¿no constituye el nombre una definición? ¿No esconde toda definición una delimitación, una descripción del contorno de las cosas? Carroll solo puede jugar con su bosque literario porque ya habría sido definido previamente. Si no, por lógica, no existiría.
Podemos reflexionar sobre el hecho de que la pintura victoriana define paisajes preexistentes, reuniendo elementos ya establecidos, que no existen reunidos en la realidad a no ser por una pura casualidad. A Carroll fotógrafo no interesa el paisaje por dos razones: la primera es, sencillamente, que, en el paisaje real, los elementos ( que son los que definen el paisaje), una fotografía captaría elementos sin nombrarlos y a Carroll le gusta la verbigracia fotográfica, disponer los elementos. Por eso, Lewis Carroll, heredero del paisaje literario, lo revitaliza verbalmente gracias a la revelación de la fotografía (sus producciones literaria y fotográfica más fructíferas son coetáneas) pero nunca sintió la necesidad de fotografiar un paisaje. 
















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