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martes, 13 de diciembre de 2011

Biomedia. Ciencia, Arte y Tecnología.


Foto: Pantera Longibanda o Pantera Nebulosa (Asia). Un felino escaso y muy poco conocido, hecho curioso si tenemos en cuenta la popularidad de los felinos entre las preferencias afectivas e icónicas de nuestra cultura.


ARTE, BIOLOGÍA Y TECNOLOGÍA

Mafa Alborés

Ante la tesitura de la entrega de un ensayo para el debate final del seminario “Plagas, monstruos y quimeras” (Pau Alsina y Raquel Rennó lo conducen a través de la UOC) he de reconocer una cierta sensación de colapso.

Este colapso se debe, básicamente, a la exigente condensación conceptual de una multiplicidad de temas, de una amplitud difícilmente abarcable, entrelazados por una inextricable red de interrelaciones de muy diversos caracteres.

La interdisciplinaridad parece ser el modo natural de ser de la cultura de la post-postmodernidad, y las fronteras entre las disciplinas artísticas y las científicas y tecnológicas son cada vez más difusas, al tiempo que socialmente la especialización es cada vez más apremiante, y los sistemas de estudios, cargados de materias interdisciplinares, convierten a los supuestos especialistas en administradores de contenidos y conocimientos cada vez más amplios y paradójicamente asimilados de forma más superficial. Todos somos aprendices, la vida no da para más, decía Charlie Chaplin en boca del protagonista de “Candilejas”.Sin embargo, la generalidad de dicha situación es el espacio en el que se dan excepciones que profundizan más que nunca en cuestiones fundamentales en virtud, precisamente, de esta poderosa visión apasionada, creativa y científicamente metódica a la vez.

Ya he mencionado, creo, que no es casual el impacto popular de los dinosaurios del Parque Jurásico de Crichton y Spielberg (y todos los derivados audiovisuales que mezclan especulación científica y entretenimiento, como “Caminando entre dinosaurios”, de la BBC y un sinfín de sucedáneos de mayor o menor calidad artística y/o científica). Y es que, se daban, simultáneamente, dos posibilidades entendibles por la cultura finisecular: la generación de organismos vivos a partir de información genética, y la generación de formas orgánicas verosímiles a partir de información digital.

No sólo los paleontólogos de la ficción de Crichton se reconocen como “extintos”, sino que el mismísimo Stan Winston (artista del modelismo y la animatrónica aplicada al espectáculo audiovisual) al igual que el modelista Phil Tippet se reconocen extintos ante el advenimiento de la era digital conducida por Dennis Müren. La saga jurásica de Spielberg constituye la metáfora perfecta de un cambio de paradigma en la apreciación de lo que es verosímil o naturalista en los medios audiovisuales para el entretenimiento y para la divulgación de contenidos zoológicos y científicos en general, cuyo impacto, no valorado todavía en la medida que merece, tal vez sólo sea comparable a la fácil asimilación del paralelismo entre tecnología y biología a caballo de la codificación digital que supuso la primera entrega de “Matrix”.

Los Biomedia suponen la interacción de lenguajes diferentes sometidos a una codificación común, que puede, por fin, transmitir por un mismo canal, y, de algún modo igualar, velocidad y tocino.

No sé hasta qué punto los sociólogos y antropólogos, los estudiosos y críticos del arte, toman nota de la facilidad con la que han entrado en nuestro imaginario popular y en nuestra vida cotidiana (a través de espejos culturales tan poco teorizados como la industria del juguete, por poner un ejemplo) los transformers, pokemons, digimons y demás criaturas pertenecientes a la esfera de lo biotecnológico, bioartístico, biodigital, tecnocultural o como más o menos pedantemente queramos llamarlo.

Los animales escasean cada vez más en cuanto a número de especies “naturales”, e invocamos el advenimiento de una nueva horda de posibilidades biológicas que no nos atrevemos a reconocer todavía como tan “naturales”, pero que nos fascinan por su excepcionalidad. No estamos tan lejos de los futuribles de Philip K. Dick cuando sus androides soñaban con ovejas eléctricas, y, sin embargo, me sigue sorprendiendo que la gente siga ignorando, de forma masiva, la existencia de muchas criaturas extraordinarias y cargadas de atributos propios de los animales populares.

Ante la instalación de los osos polares del zoo de Barcelona he oído en más de una ocasión el siguiente comentario: “¡Pero si hay dos! ¿no había sólo uno en el mundo?”
Confundir póngidos ha sido más que frecuente en una cultura a la que le daba bastante igual un gorila que un orangután, como en el mundo de ficción de Tarzán, “rey de los orangutanes” (habitando una selva del interior de África, tan lejos de Borneo como de la campiña inglesa), pero parece ser que cualquier úrsido blanco es lo suficientemente antropomórfico para confundir a más de un despreocupado ignorante que busque cebras rayadas en un bestiario tradicional.

He trabajado bastantes años vinculado a exposiciones zoológicas de animales “raros”, en el contexto de un zoológico, y puedo constatar que el público busca con avidez ver a los animales que ya conoce. No puede irse del zoo sin ver a los leones, las cebras, las jirafas, los tigres…en definitiva constatar en directo la existencia de una fauna clásica compilada y descrita por los medios bibliográficos, gráficos y museísticos tradicionales.
Cada novedad del zoo ha de ser publicitada. Ante un animal desconocido las gentes no se sorprenden demasiado rato, y lo ignoran rápidamente, en la mayor parte de los casos, por no poder ubicarlo en una memoria o asociarlo a mitos de comportamiento o capacidades físicas.
Muchos adoran el atractivo físico y colorista de los grandes felinos, como el león, el tigre o el leopardo, pero ignoran la existencia de la pantera longibanda (es hermosa, podría ser tan icónica como sus primos, es colorista, es rara y escasa ¿por qué no es más famosa? ¿por qué no tanto, al menos, como otros paradigmas de rareza animal como el ornitorrinco o el okapi?).
Los casos de melanismo en felinos, especialmente entre leopardos, jaguares y pumas se confunden en el mito de la pantera negra, pero las espectaculares particularidades cromáticas del guepardo real (un atavismo que no llega a convertirlo ni tan sólo en subespecie) debidas a la cosanguineidad en un biotopo reducido no lo han hecho tan famoso como los tigres blancos u otros ejemplos de especies “tuneadas” por designios genéticos naturales o inducidos por el hombre. En un mundo ávido de imágenes zoológicas llamativas no deja de sorprenderme tamaña omisión.

La manipulación genética de la industria peletera ha convertido a la vizcacha andina en chinchillas de múltiples coloraciones, y de los zorros plateados han surgido atavismos que recuerdan a los seleccionados en las razas caninas a partir del lobo ancestral, pero son poco conocidas aunque tan sorprendentes como los híbridos a partir de mapaches para la creación de nuevas y vistosas mascotas. Entrarle a saco a las entrañas de los genes para producir criaturas híbridas o transgénicas es sólo una aceleración del proceso selectivo “analógico” al que la agricultura y la ganadería nos tenían acostumbrados, pero conceptual y culturalmente suponen un cambio de paradigma en la apreciación de lo que es un ser vivo, y, por ende, una concepción nueva de la animalidad, en la que la Isla del Doctor Moureau, como la Isla Sorna del Profesor Hammond, no parece un lugar tan remoto. No obstante, tener noticia del conejo fluorescente de Kac, o conocer los hábitos alimenticios del velociraptor en un mundo que casi desconoce al guepardo real no deja de parecerme chocante.

He tenido el privilegio de comerme el bocadillo de las once intercambiando miradas de aprovación con Copito de Nieve degustando una col a un palmo, tras los escasos centímetros de grosor de un cristal, con expresión hipertróficamente humana en un rostro carente de pigmentación, en una mirada azul consciente de su estrellato, un estrellato accidental por una broma de los cromosomas, icónicamente simbólico para una cultura arquetípicamente totémica que espiritualiza a los animales blancos. Los intentos por repetir de forma dudosamente natural tal accidente han sido tan infructuosos como intrínsicamente polémicos.

La ciencia y la tecnología necesitan metáforas creativas que impulsen sus acometidas, pero que también las hagan comprensibles, asimilables, para la sociedad que las sufraga, las canaliza y las consume. Las nuevas formas de arte no sólo son cómplices en su divulgación, sino en la creación de dichas metáforas, o en su fagocitación para generar nuevas propuestas artísticas y retroalimentar el proceso creativo también inherente a la ciencia, y a la tecnología que los necesita a ambos.

Lamento la brevedad de este seminario, la escasa participación de esta convocatoria y la falta de feed-back de los implicados, porque no hemos hablado de muchos temas jugosos interrelacionables con todo lo aquí expuesto. Me falta tiempo para administrar los contenidos del material bibliográfico ofrecido (muchos textos muy densos, algunos muy técnicos, bastante extensos y en inglés, portugués y otros idiomas que ralentizan mi capacidad de análisis) aunque esta pesada digestión me deje con la clara sensación de no haber estado interesado por unos temas tan marginales o escasamente trascendentes como en ocasiones me he llegado a plantear.
Creo, sinceramente, que seguimos persiguiendo quimeras, y que estas son lo único realmente importante, sean mecánicas, biotecnológicas o transgénicas. Seguimos fascinados por la presencia, tanto como por la ausencia, del animal que no se ve, del animal invisible.

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