III
El animal invisible
ARTIMAÑA INTRODUCTORIA
Hace ya algún tiempo que mi trabajo consiste en construir instalaciones zoológicas con escenografías naturalistas (en el sentido más amplio de la palabra “naturalista”).
Dado mi interés por el tema de la imagen animal, este trabajo en contacto directo con los animales y los responsables del zoo (naturalistas autodidactas, biólogos, técnicos y veterinarios) me marca unas directrices que emergen del propio animal: de su manera de actuar, de su condición y desubicada razón de ser.
Todavía no sé si trabajo en ello para dotar mi tesis doctoral de un contenido más tangible, o si sencillamente ésto que están leyendo no es más que el cuaderno de notas de mi actividad profesional. Es una trampa personal en la que caigo a conciencia para encontrar un sentido único a ambos ejercicios.
Lo que comenzó hace unos años junto con Freddy Chinea (en la decoración de un par de producciones cinematográficas) y Guanarteme Cruz (en escenografías para el Museo de Cera y el Zoo de Barcelona) continuó con Geno Rey para Zoo de Barcelona, Atrox y Proyectos Zoológicos, entidades consagradas a la divulgación de exposiciones con animales vivos.
Geno y yo firmamos las instalaciones que construímos con el vocablo “ARTIMAÑA”, resumen de nuestra peculiar actividad artesanal que aúna arte y maña en una palabra cuyo significado no es más que un ardid, una trampa en la que caen animales inocentes, incautos y ajenos a todas estas diatribas.
Las artimañas que utilizamos para recrear un hábitat biológico en un terrario dieron sus primeros frutos 'comestibles' (al menos en apariencia) en las instalaciones para los “uroplatus madagascariensis” del recinto “Madagascar” del zoo barcelonés (cuya construcción había corrido a cargo del Museo de Cera).
El Uroplatus, geko malgache de cola plana, es un maestro de la artimaña óptica. Sus cambios cromáticos y la ilusoria simetría que provoca su cola en forma de la propia cabeza no facilitan su observación entre la vegetación o sobre una superficie natural. Hacer lucir sus dotes sin perderlo de vista constituyó para nosotros una lección de humildad que no hemos olvidado y este fascinante animal ha pasado a inspirar con su anatomía el pictograma que subraya el logotipo de “ARTIMAÑA”, una actividad no exenta de conflictos que, entre otras muchas cuestiones, quedarán expuestos en estas páginas amén de unas motivaciones que se antojan día a día más complejas y reveladoras.
La presencia de los animales en nuestra cultura es tan constante, tan crucialmente lógica y persistente, que carece de sentido todo intento de compilación u organización sistemática de los fenómenos “zooculturales”, ya que la vastedad de su conjunto los hace prácticamente inabarcables. Sin embargo, espero poder marcar las primeras huellas de mi sendero particular para que acaso otros, casi sin duda más capacitados que yo, lo pisen con la reiteración que lo evidencie, y me lo muestren con claridad , o, mejor aún, me hagan ver nuevos atajos.
Nuestra visión de los animales está siempre distorsionada. Las representaciones zoomórficas delatan en mayor o menor medida nuestra propia animalidad. El estudio de los demás seres vivos, su observación, es la madre de las ciencias, y toda manifestación de contenido científico, ilustrada gráfica o verbalmente, es tendenciosa en múltiples aspectos, se sustenta en un contenido ideológico de una u otra índole. Las apariciones de los animales en las manifestaciones culturales delatan en sus distintas posibilidades la evolución del hombre y el conocimiento de sí mismo como lo que realmente es: un animal calificable con adjetivos que el paso del tiempo va cambiando.
Para entender las representaciones de animales cabe comprender dos cuestiones básicas : cómo es el animal percibido y cómo lo percibimos en tanto que animales perceptores. Posteriormente podremos indagar en cómo la condición humana arropa, deforma o desnuda las imágenes animales que el hombre, inmerso en su propia animalidad social, histórica, cultural, confecciona.
“Así, cando un escoita falar de tigres asasinos de homes, a primeira reacción é a da incredulidade ou da esúpida satisfacción na autoafirmación das verdades probadas, actitude propia dos seres educados nas estreitas coordenadas do pensamento científico clásico (sempre unha causalidade, sempre unha norma, sempre a caterva de Noé, onde as parelliñas tiñan sexo distinto)”
Xavier Queipo: “Contornos.Apuntes de filosofía natural”, Edicións Xeráis, Vigo 1995.
Las imágenes que confeccionamos en la mente (no nos limitamos a recibirlas como si constituyesen algo en sí preexistente a nuestra experiencia), a partir del mundo real que nos rodea, no son perfectas. El concepto de nuestro entorno será más completo, y, por ende, más útil y efectivo, si los datos sensoriales que nuestros cerebros procesan desentrañan no sólo el aspecto externo de las cosas sino el porqué, o al menos el cómo, de su existencia.
Las imágenes que percibimos de los animales, sea a través de reproducciones o de su visualización directa, están cargadas de connotaciones que configuran su propia esencia. La cultura humana es un ser vivo en constante pulsión y tiene una importancia decisiva en el “cómo” se perciben y reconstruyen dichas imágenes, así como en los significados que encierran.
Esto es igualmente cierto en la estampa de un dragón de una narración épica como en el grabado de un tigre en una novela de Salgari, o la foto de un dendrobates auratus en un manual de anfibiología de la América meridional.
La percepción directa de una criatura viviente es determinada por las circunstancias en las que dicha criatura es percibida por otra, al margen de que ésta sea , o no, humana. Dichas circunstancias serán objeto de posible adición a las próximas experiencias que se tengan con dicha criatura, independientemente de que sean de carácter visual, táctil, olfativo, onírico o, qué se yo, místico.
Pongamos un ejemplo bastante conspicuo:
-Animalidad y Cultura. La imagen de la serpiente.
Es casi una norma la aversión, en la cultura occidental, por las serpientes (podría decirse que por los reptiles en general). Esta repulsa, combinación de asco y miedo, genera odio y repugnancia. Está tan arraigada que hace notorias sus manifestaciones contradictorias, como la impasividad o incluso el afecto de muchas personas frente a los reptiles. Los individuos que muestran este tipo de simpatía por estos animales, hasta el punto de cuidarlos y alimentarlos, domesticarlos, son tachados de extraños por el occidentalito de a pie.
Dentro de los primates, nuestros parientes biológicamente más próximos, gorilas y chimpancés, muestran la misma repulsión por las serpientes, repulsión que los progenitores se preocupan por reafirmar en sus vástagos.
Esta actitud basada en el aprendizaje podría indirectamente incluirse en el concepto de “fenotipo extendido” tal y como lo define el biólogo conductista Richard Dawkins. Sin embargo, habría que incidir en el hecho de que, instintivamente (o, tal vez con los inmediatos pensamientos conscientes por los que abogaría Griffin ("El pensamiento de los animales"), los pequeñuelos que en la naturaleza se encuentran con una serpiente sin la advertencia de sus padres, es fácil que se sobresalten ante el súbito movimiento o reacción agresiva de lo que parecía una forma vegetal inanimada. Por añadidura, entre las múltiples especies de ofidios, algunos son venenosos, incluso mortales.
La maldición que cae sobre las serpientes no requiere una explicación teológica o psicoanalítica que las convierta en símbolo demoníaco o fálico. Basta recurrir a lo que puede evidenciar la experiencia visual en variados biotopos.
En la naturaleza, entre la vegetación de los árboles primigenios, tal vez un fruto comestible llamase la atención por su volumen y su color conspicuos. O, quizás, por un leve movimiento que llamase la atención de la visión estereoscópica y sensible a los colores del primate, al que sin embargo no le fué traducido como un aparte del fondo natural el cuerpo mimético y antiguo, de probada eficacia superviviente, del reptil.
Otros animales muestran esquemas orgánicos conspicuos sobre ese telón de fondo variable que es la naturaleza, estructuras que muestran cabeza, tronco y extremidades identificables pese a posibles contorsiones anatómicas. La carencia de extremidades de la serpiente (en sí, no es sino una especie de extremidad móvil y exenta) la lleva a poseer una forma corporal fácilmente confundible con cualquier fragmento vegetal más o menos torcido y, dada su coloración (una gran variedad de estudiados diseños gráficos externos) es muy posible que entre la vegetación su continuidad orgánica, ópticamente, se rompa.
La serpiente conlleva implícita una sorpresa primitiva, que, aunque no siempre, puede ser fatal. Muchos otros animales recurren a formas y colores miméticos, pero tienen una complejidad orgánica más abrupta (caso del uroplatus, el camaleón, la cigarra, el chotacabras, o los fásmidos).
La serpiente es una forma simple, una línea móvil, una curva variable que en algún caso puede ser mortal, o cuando menos muy dolorosa, por culpa de su inadvertencia (generalmente son seres pacíficos, inofensivos-¿no es curioso que la llamada serpiente del templo sea una variedad de crótalo, que anuncia su presencia con las vibraciones de su órgano sonoro, pero carente de éste? La mera presencia de los animales es suficientemente disuasoria para los intrusos, pero los confiados monjes nada tienen que temer, y las alimentan-).
Las gentes del campo suelen detestarlas sin establecer distinciones especiales ya que el conocimiento popular de los animales es a menudo muy limitado y cargado de informaciones tergiversadas. Es menos comprometido eliminar a una inofensiva culebra que arriesgarse a averiguar si se trata o no de una serpiente ponzoñosa, y a ésta no se le quiere dar opción a la supervivencia por constituir un posible obstáculo para el bienestar, teniendo en consideración únicamente el riesgo de padecer su mordedura.
En el paisaje perfecto, en el jardín idílico, no hay lugar para las alimañas, especialmente si su imagen se dibuja ajustándose sobre una antiquísima, ancestral, impronta que casi exclusivamente se conserva como señal de peligro mortal. Un animal que en su banco genético contuviese un gen que supusiese una atracción por los reptiles, sin estar capacitado para sobrevivir a su potencial ataque venenoso, sería víctima posible de un gen letal, en palabras de R. Dawkins ("El gen egoísta", "El fenotipo extendido").
Otros animales, no obstante, despiertan admiración y regocijo, bien porque aportan algún beneficio material o bien porque, aún entrañando potencial peligro o competencia por el sustento son envidiados por su efectividad, su poderío para conseguir comida o evitar ser comidos.
Por esta razón, la misma serpiente odiada en ciertas culturas, como lo es en la nuestra, es venerada en otras que comprenden de otro modo las capacidades de estas criaturas. En ciertos momentos de la historia del antiguo Egipto, serpientes y cocodrilos, así como otros animales, eran objeto de culto; un culto malentendido a través de las versiones de los historiadores griegos, como veremos más adelante.
El culto a grandes animales en culturas mucho más primitivas comparte con la nuestra el temor fascinante a algo sólo vencible a través de la ilusión de ser como ese algo, de entenderlo, de emularalo.
Si yo y los míos somos atacados por un lobo o un puma (posibilidad, en cualquier caso, harto difícil) yo desearía ser lobo, ser puma; mejor aún: ser un oso, gozar de la impunidad conferida por la condición de cúspide alimenticia sólo discutible por los carroñeros, invencibles en la impotencia de la muerte y por ello, también a menudo, despreciados y odiados.
Existe, eso es indudable, una admiración implícita hacia todo gran depredador, pero antes se da una regresión a la imagen remota, arquetípica, del encuentro directo con el animal temible. Llevamos en nuestro ADN alguna arquitectura helicoide que invoca la recreación, en algún rincón de nuestra conciencia, de un viaje a la boca del lobo. Esta imagen recurrente es rescatada para confeccionar la imagen ulterior de un encuentro con la criatura.
La memoria y nuestros procesos de construcció a base de “posibles” (nuestra imaginación) participan inevitablemente en la construcción de la imagen de cualquier animal, la cual se superpone a las siguientes imágenes que nuestra percepción nos ofrezca, con mayor intensidad si lo que se presenta es otro animal, sea o no el mismo que generó el arquetipo original, primera interpretación de la primera percepción directa (vía el imperio de la visión, el reino de la audición, o demás regiones de nuestro potencial sensitivo). Es la súbita visión, tal vez, de otro ser vivo que se desdibuja, se vuelve conspicuo, del plano visual que nos muestra la composición de nuestro entorno natural. La mirada de alguien desde la espesura. Las sombras de los juncos sobre la piel rayada del tigre, las proyecciones de vegetación que dejan de disfrazar al leopardo la piel cuando éste abandona la espesura llevándose sus sombras consigo, sobre su propio cuerpo. Los ojos del OTRO mirándome desde ahí. YO aquí.
|
Mafa Alborés: "Adiós, elefantito" (fotografía estereoscópica) |
-Introducción a una particular
visión del concepto de "animalidad".
La ANIMALIDAD, tal y como queremos acotarla, redefinir de alguna manera, constituiría el conjunto de capacidades, potencialidades físicas o de otra índole visibles en la constitución de la maquinaria biológica de un ser vivo, especialmente, por definición lingüística, de los animales incluído el hombre sin necesidad de repetir tan obvia especificación.
Desde la perspectiva de nuestra actual cultura, es inevitable contemplar la influencia de una nueva visión científica del mundo animal que modifica la carga semiótica y simbólica de su vastísima galería de retratados. A menudo, y por fuerza de la costumbre, asumimos como certeros los postulados científicos olvidando que tampoco el hombre de ciencia, en su discurso, está exento de un bagaje cultural e ideológico, que se filtrará inevitablemente en las publicaciones que no pertenezcan a un circuito estrictamente especializado.
Las conclusiones de etólogos y demás biólogos son compartidas por el gran público a través de diversos medios, que se alimentan de la rentabilidad del ocio ajeno, y que por tanto se ven obligados a teñir sus informaciones de contenidos ideológicos, políticos, religiosos, aromatizantes de un alimento narrativo más o menos nutritivo.
En una época de la transmisón de imágenes a través de soportes estandarizados, es inevitable que la superposición de tópicos y clichés en la visualización directa o indirecta de un animal cualquiera, haga difícil imaginar la compleja maraña de miedos, afectos, prejuicios y conocimientos que nos hacen interpretar de un modo determinado el carácter del ser vivo representado, capturado de forma gráfica por nuestros sentidos tiranizados por la visión.
El presente trabajo no debe ser interpretado como una profunda investigación del tema de las imágenes zoológicas en la cultura occidental, tarea casi imposible para cualquiera y más para un aficionado, especialista en nada concreto, como quien suscribe estas líneas. Mi compromiso no es otro que hilvanar reflexiones de mentes más privilegiadas para construir argumentaciones ilustrativas de las tergiversaciones de la verdad en las que arte y ciencia se han hecho cómplices, o señalar ejemplos oportunos del efecto contrario; es decir: cuándo esa complicidad ha generado eficaces mensajes acerca de un conocimiento lo más acertado posible de las criaturas cuya imagen física es traducida a una imagen icónica.
Me bastaría con dar ciertas pistas a los que se interesen por la Naturaleza, la Ciencia y el Arte, para que aprovechen mis aciertos ocasionales, o denuncien mis múltiples errores u omisiones, y para ello intentaré no ser exhaustivo, y procuraré ser ameno, pero no puedo prometer nada.
EL ANIMAL INVISIBLE
“Desde siempre se ha tenido lo invisible por la etapa previa de la trascendencia. Nos asustamos de una sombra en el follaje y no vemos la serpiente a nuestros pies. Pero la habíamos intuído en la sombra.”
Ernst Jünger
1-IDEAS RECURRENTES
PARA UN TESEO DE ESCASA MADEJA.
1.1-”La mala y la buena”
Hacía un calor bochornoso, saturadamente húmedo. Me descolgué la mochila del hombro derecho para entrar sin excesivas dificultades por el acceso a la cueva (la entrada es muy estrecha y apenas queda el espacio justo para que pase una persona).
Apagué mi último cigarrillo en el cenicero (sí, había un cenicero, entrando, a la derecha) y tiré el paquete vacío a la papelera, concediendo un último vistazo al dromedario contorsionado entre arrugadas pirámides egipcias y una leyenda de Salem (USA), donde hacer exhalar humo a los demás por motivos religiosos ya no estaría presente sino vestigialmente en la confección de estas pequeñas piras portátiles, individualizadas, que llamamos cigarrillos.
Saludé a la taquillera, como siempre, y, tras la parrafadita de rigor (“qué calor”, “quién pudiera quedarse en casa sin trabajar”,”pues ya ves: como siempre...”) entré en la pequeña oficina, santuario del orden de Conchi y Viki, infatigables luchadoras contra el caos que brota, obstinado, de cualquier rincón del zoo de Barcelona.
Este pequeño espacio (cuya entrada simula una cueva rocosa construida por Geno Rey y por mí) forma parte de una concesión hecha por el zoo hace unos años a la exposición de la colección herpetológica de Sandro Alviani, para quien a menudo realizo trabajos de distinta índole. Dicha concesión incluye cierta libertad de criterio estético, en el diseño de los terrarios y rotulaciones didácticas, aprovechando un espacio en el que antes se exponían magníficos acuarios (recuerdo la justificadísima expresión de desazón con que nos contemplaban los operarios del acuario del zoo al ver destruída una obra que tarda años en estar biológicamente equilibrada y estéticamente atractiva).
Me encontré a Conchi charlando con Andrés, quien, casi acuclillado, me daba la espalda al principio del pasillo curvo que rodea la parte interior, oculta, de la exposición.
Andrés Serralta, socio de Alviani para el montaje de exposiciones zoológicas y divulgativas, se caracteriza entre otras cosas por su sangre fría al tratar con reptiles de toda índole (venenosos o no) a los que haya que trasladar de terrario, atender clínicamente o manipular por causas de higiene del animal.
En esta ocasión resultaba evidente que Andrés manejaba algo a sus pies, y, como ya sé de sobra de qué va el asunto, me quedé prudentemente en el umbral de la puerta de la oficina. Conchi se limitó a sonreírme con cierto aire de complicidad, sin dejar de hablar con Andrés, ocupado en cambiar de envase dos inquietas vívoras cuya especie exacta no recuerdo -tal vez dos jovencitas nasicornis-.
Andrés es un tipo grandote, de voz cascada y afectada, que maneja reptiles letales con serena osadía, que se antoja temeraria al no iniciado (y también al especialista más intrépido, no se crean) y que pone a prueba los nervios de aquellos que, casualmente, estén tan cerca como para echarle una mano en su delicada tarea. Es perfectamente capaz de pedirte un cubo como si la premura exigible fuera la de retener una gotera del techo y no una serpiente de cascabel buscando espontáneamente un nuevo destino entre los trastos bajo la mesa.
Experto ya en alguno de estos lances, procuré mantener la calma cuando oí a Conchi comentar con aire distraído: “Cuidado con ésa, que es la mala”. Dejé la mochila sobre la mesa y busqué instintivamente el paquete de Marlboro que Conchi siempre tiene entre el teléfono y la agenda. Mientras encendía uno, oí a Andrés ilustrar lo nerviosos que estaban “estos bichos” a causa del viaje desde Madrid, y a Conchi que insistía: “¡huy!, pues ahora están mucho más tranquilas, pero tú ten cuidado con esa que se sale de la caja, que es la mala. La otra, pobrecita, es muy buena y lleva toda la mañana ahí enrollada, pero la mala es muy mala”, y Andrés: “¿sí?, no me jodas”.
El caso es que, mientras Andrés intentaba cambiar “la buena” a una caja de polivinilo “la mala” se salía de la suya con una obstinación digna de elogio. Conchi, que venía hacia mí con los brazos ocupados por objetos varios (pinzas y un gancho de erpetólogo, dos fiambreras con moscas y grillos, un trapo y un bote de limpia cristales -Cristasol-), esquivaba como podía a Andrés en el estrecho pasadizo sin poder ayudarle con las tapas de las cajas, cosa que sabía perfectamente que yo no iba a hacer. Se hizo un poquito a un lado (es delgada, ágil, menuda) y pasó casi por encima de Andrés, empeñado en hacer que “la mala” se quedase en su sitio cuando “la buena” se proyectó como una flecha, con la boca abierta de par en par, en dirección al hombro desnudo de Conchi (llevaba una camiseta sin mangas), con un bufido que sonó como un latigazo, y se replegó de inmediato, en un visto y no visto, a su posición original, tras haber estado a escasos centímetros de la piel de la chica, que siguió caminando hacia mí, dándome los buenos días, para dejar su mercancía sobre la mesa forrada de hule grisplateado.
“Pero ¿no decías que esa era la buena?”. La voz ronca de Andrés nos hizo sonreír como de costumbre. “Sí ¡si es muy buena! No sé por qué ha hecho eso, porque la verdad es que es muy muy buena. La otra sí que es una cabronaza. Ten cuidado que tiene muy mala hostia, pero esa otra es muy tranquilita y muy buena”. Conchi encendió tranquilamente un cigarrillo y recogió unos cacharros donde cocina la “papillita”, un nauseabundo preparado dulzón y gelatinoso donde se han de desarrollar las larvas de mosca que nutrirán a las multicolores dendrobates (unas preciosas ranitas amazónicas muy populares entre los aficionados a los terrarios) y, de vuelta hacia el fregadero, al volver a pasar junto a Andrés, “la buena” repitió su ritual del bufido y del salto, (más que un salto, una súbita extensión de su esqueleto) junto al hombro de Conchita, con la boca tan abierta que formaba una T con el cuerpo. “Caray, ¿has visto eso?”, dijo la bióloga.
Andrés buscaba en el suelo el cordel para cerrar el saco de tela en el que había metido a “la mala”, mientras comentaba socarrón: “joder, con la buena”; ya volvía Conchi, riéndose, e intentando convencerle de que no hablaba por hablar, cuando el animal repitió con tal ímpetu la operación que esta vez un chorro de veneno (como haría una cobra escupidora, aunque a esta víbora no se le dan bien estas prácticas, a no ser que una desmesurada apertura de las mandíbulas comprima las glándulas del veneno, haciendo que desborde por el surtidor de los colmillos) obligó a Conchi a volver al fregadero a enjuagarse el hombro salpicado (no es conveniente averiguar por uno mismo los efectos de ciertas sustancias neurotóxicas sobre la piel) mientras comentaba lo extraño del comportamiento de “la buena” que no tardó en estar en su saco, de camino a un terrario en México (un terrario que, junto con otros quince, había viajado meses antes tras haber sido “naturalizado” - ya criticaré este vocablo más adelante- por Geno Rey y por mí, constituyendo pequeñas reproducciones de los biotopos de sus peligrosos inquilinos).
1.1.1-La imagen de la naturaleza
inscrita en la imagen de la ciencia, o viceversa.
Si esta enécdota me hubiese ocurrido en una granja, protagonizada por dos ovejas, el grado de atención que conseguiría al contarla sería bastante escaso, a no ser que gozase de la resultona redacción de Gerald Durrell.
El mero hecho de eludir mis limitaciones literarias centrando la atención en dos animales potencialmente letales y clásicamente repudiados, como estas dos víboras (y conste que a más de uno le habría sorprendido en una oveja saltarse su estereotipo de borreguil mansedumbre) incide en la curiosidad morbosa del lector, casi siempre dispuesto a tragarse cualquier cuento -especialmente si su veracidad confirma sus espectativas- de alimañas peligrosas. Esto es algo que todos podemos comprender; es un modo de expresar las cosas con la sabia sencillez del rock & roll. Sin embargo, mi tarea en el presente escrito pretende ser señalar las licencias poéticas de los más variados estilos de la “música” de la literatura científica “para todos los públicos” incluso cuando sus ritmos son más complejos que el seductor y facilón 4x4.
La ciencia es una manifestación de la cultura tan tendenciosa como cualquier otra, y la divulgación zoológica es buena prueba de ello, ofreciendo grandes distorsiones a menudo en sutilezas que pasamos por alto, ya sea por ignorancia o por preferencias culturales que dan más crédito a unos datos que a otros, dependiendo del momento histórico, lugar geográfico, posición social, y muchos otros factores.
El poso de la tradición es indisoluble del conocimiento científico porque en determinados aspectos, como apunta
François Jacob, los mitos y las ciencias cumplen la misma función.
“Ambos proporcionan a la humanidad una representación del mundo y de las fuerzas que lo gobiernan. Ambos enmarcan los límites de lo posible”. (...) “...explicar un fenómeno equivale a considerarlo como el efecto visible de una causa oculta, ligada al conjunto de fuerzas invisibles que parecen regir el mundo.”
“Ya sea mítica o científica, la representación del mundo que construye el hombre siempre deja un amplio margen a su imaginación”.
De hecho, en el proceso científico la observación de datos experimentales es insuficiente para los grandes avances, conseguidos no necesariamente con la mejora de los recursos experimentales sino “gracias a una nueva manera de examinar los objetos, de darles un nuevo enfoque”.
No es difícil enumerar ciertos tópicos ineludibles presentes en las descripciones y representaciones de las distintas especies de animales. También es fácil relativamente recurrir a complejos estudios que nos muestran ejemplos paradigmáticos de imágenes animales distorsionadas mutuamente. Rasgos de unos animales invaden rasgos de otros. Rasgos de ciertos objetos son apropiados por ciertas criaturas.
El rinoceronte de Durero, de inexcusable mención citando a Gombrich, es ya un ejemplo clásico de lo que en adelante vamos a tratar de esclarecer, o, cuando menos, de actualizar.
Característica del animal que somos, es la falta de interés por contemplar algo que no se mueve en mucho tiempo, y que no mantiene nuestra atención, si no encierra algún conocimiento sobre aquello que pueda atentar contra nuestra integridad físisca, o favorecerla.
Ese mismo interés del que se alimenta la prensa sensacionalista, que expone, en el suceso periodístico (bajo el disfraz de información) un contenido narrativo puramente literario cuya estrategia “suceso real” sobrecoge, del mismo modo que sobrecoge la sangre de un accidente de circulación a los curiosos circundantes, ansiosos instintivamente de verle la cara a la muerte. Eros y Tánatos están en el fondo del asunto: la experiencia erótica del encuentro del ser discontinuo y el ser continuo a los que alude Georges Bataille ("El Erotismo").
El hombre ve a los demás animales, a través de la conspicuidad de sus formas orgánicas con significados mecánicos. El ser humano es un primate de visión estereoscópica en color, lo cual conjuga la mirada del depredador (dos ojos combinados para definir los planos focales, las distancias espaciales, el lugar en que se encuentra la presa y los aspectos orgánicos de la misma, que ofrecen una lectura de la potencialidad del esfuerzo para capturar dicha presa) con la visión del hervíboro-frugívoro arborícola, que necesita desentrañar los colores que diferencian lo comestible de lo no comestible.
Estos datos se almacenan en lugares precisos de nuestra unidad móvil de información, el cerebro, que acoge, en un mismo espacio abovedado, un ordenador central, una procesadora de datos, un estudio de sonido, un laboratorio químico y, entre mil cosas más, un estudio de realización televisiva que recibe imágenes procedentes del exterior a través de cámaras oculares de óptica limitada y movilidad limitada en sus dos emplazamientos fijos, nuestras ventanas al exterior: las órbitas de los ojos.
Sin embargo, ese “ordenador central”, cuando recurre al resumen que le ofrece su “realizador cinematográfico” (tendríamos que referirnos más bien a un montador), ignora u olvida que el realizador recurre a imágenes de archivo para restaurar las deficiencias de las imágenes “frescas”. Llegados a esta noción básica sobre cómo opera nuestra imaginación y nuestra visión, hemos de plantear al menos cinco cuestiones que deberemos retomar desde distintas perspectivas a lo largo de este discurso:
a) “TODA IMAGEN DEBE MÁS A OTRAS IMÁGENES QUE A LA NATURALEZA”
(Guy Gauthier).
Los seres vivos se mueven, y nuestro interés por su potencialidad motriz es una necesidad vital. Lo que nos dicen las formas orgánicas de los animales, incluídos nosotros mismos (insistiré en adelante en tratar al hombre como el animal que es sin necesidad de hacer excesivo hincapié en ello), es la capacidad de esos seres para interactuar en sus mutuos espacios vitales.
Las gacelas que, en vez de huir del guepardo, efectúan cabriolas y saltos con requiebros frente al cazador, adoptan una actitud en realidad tranquila que atrae la atención del felino hacia las capacidades físicas contra las que se ha de enfrentar. Se le disuade a través del alarde.
El guepardo ha de sopesar el esfuerzo necesario y el alimento potencialmente obtenido, muy posiblemente nulo dada tal demostración de velocidad, agilidad y destreza. De hecho, las gacelas no hacen sino anticipar la celebración de haber salido idemnes de una incursión de depredadores.
Dicha actitud se puede observar en las manadas de ungulados africanos que, tras el ataque de un depredador ratifican su capacidad para la supervivencia brincando embriagados en la euforia de sus propias endorfinas, con una sobredosis de adrenalina tras una carrera a vida o muerte. El ñu o la cebra que lo celebra pone la maquinaria corporal a pleno rendimiento para comprobar el buen funcionamiento de todos sus órganos y ponerlo en conocimiento de su manada y del cazador, quien debe repasar en su archivo de imágenes y recordar que cuando una presa es capaz de hacer eso es agotadoramente difícil de capturar.
Las gacelas, que también celebran el salir ilesas de un ataque, han adoptado además la arrogancia, la anticipación del acontecimiento para engañar, vía efectos especiales, al depredador al que se muestra el final feliz (desde la perspectiva del ungulado) para que abandone sus pretensiones agresivas, o cuando menos, sepa el intenso consumo de energía al que deberá atenerse, pero para ello es necesario que ambas especies se estudien en un archivo de imágenes correspondientes a unos significados precisos; de lo contrario podría interpretarse que una gacela se suicida en bien de las demás mostrándose llamativamente al agresor. ¿Altruísmo o egoísmo?. Hablaremos de Richard Dawkins más tarde.
El cine y la televisión nos han mostrado pedazos de tiempo, hemos visto el movimiento de los animales fraccionadamente tomando como referencia sus actitudes más extremas, sobrecogedoras, interesantes. Los animales, al moverse, nos dan cuenta de sus capacidades, de su potencialidad física; son una lección de recursos cinéticos, y cinegéticos.
Un animal inmóvil puede no ser visto, confundiéndose con el fondo visual, amparándose en su capacidad mimética, que será variable según la capacidad óptica del receptor de la imagen. El animal humano ha aprendido a discernir tanto figuras móviles como inmóviles (el primate ancestral se mueve entre una maraña de ramas semiinmóviles que demarcan su espacio vital, obstáculos pero también asideros para no caer de su biotopo; nosotros, antiguos arborícolas, primates bípedos, terrestres, necesitamos un suelo firme que constituye la base de toda representación zoológica-un arriba y un abajo-).
El humano ha aprendido también a representar animales, un aprendizaje de la representación como recurso de supervivencia, y, por tanto, de observación de formas. O, dicho de otro modo, de estudiar las representaciones y los animales por separado a través de un denominador comparativo que se parecería mucho al concepto jungiano de “ARQUETIPO”.
Guy Gauthier, en sus “veinte lecciones sobre la imagen y el sentido” -un repaso sereno de nuestra capacidad para superponer sistemas de imágenes correlativas en nuestra memoria- nos hace notar que “toda imagen debe más a otras imágenes que a la naturaleza.”
Una máquina fotográfica es una extensión de nuestro organismo, un fenotipo extendido (hago una lectura libre, aunque no excesivamente frívola, de un concepto de Richard Dawkins al que haré referencia más precisa en adelante) de nuestro complejo esquema biológico, nos aporta un parapeto de contención del río de imágenes que recibimos; como la presa del castor administra el agua a su conveniencia arquitectónica así nuestra memoria visual se sirve del fenotipo extendido sobre soporte de papel, una selección de imágenes adecuada a nuestro modus operandi.
b) TODAS LAS IMÁGENES REMITEN A ARQUETIPOS.
Las imágenes remiten a “modelos interiores” (el modelo interior podríamos identificarlo con el arquetipo en términos de Jung) interconectados con cierto concepto de “animalidad”. Nuestra idea primera, nuestra huella perceptiva de lo que indica “animalidad” es aplicable a un tipo o nivel de percepción absoluta y absolutista, no discontinua (“de una vez por todas” como diría Bataille), carente del característico análisis de “clichés” al que recurre nuestra cultura visual.
Cultivamos imágenes. Domesticamos animales distorsionando su imagen primera. El primer animal domesticado por el primate humano es el primate humano, valiéndose para ello, entre otras muchas cosas, de compartir imágenes.
Las más antiguas imágenes de factura humana de las que tenemos testimonio son imágenes de animales a las que se han atribuído contenidos totémicos. El hombre se compara con las demás criaturas y se siente él mismo minimizado a unos pocos trazos, admira los soberbios cuerpos de huros y bisontes, osos y ciervos, y no tardará en expresar lo que tales formas le decían en fracciones reasociadas, en monstruos imaginarios en hombres, semihombres, animales y semianimales nuevos.
Lucian Boia, en su libro “Entre el ángel y la bestia”, hace un repaso del apartado dedicado a la representación del hombre diferente. Al concepto de animalidad él prefiere llamarlo, huyendo de inexactitudes, “alteridad”.
La alteridad supone la toma de conciencia de la existencia de especies distintas; esto supone distinguir la propia especie e inevitablemente nos lleva a la “invención” de la “alteridad radical”, la cual “supone la existencia de especies humanas distintas de la especie humana normal”. La alteridad, leit motiv de la curiosidad suscitada por las demás criaturas, se extiende a los demás hombres, a los hombres distintos, que compartirán con los demás animales el intercambio de rasgos, de órganos, siempre utilizando materiales arquetípicos de formas a veces ambiguas pero casi siempre con significados precisos.
“Cuerpo diferente, espíritu diferente. Las cualidades físicas, intelectuales y morales de los otros forman una escala muy larga. El espacio está minuciosamente jalonado; de la bestia a los dioses no hay solución de continuidad. Del subhumano al superhombre, cada grado de conciencia, inteligencia, fuerza espiritual y compresión del mundo se materializa en una gama infinita de seres.”
“Una opinión profundamente enraizada en las conciencias hace corresponder las cualidades o los defectos físicos con los del espíritu (...) ... el ser humano está dividido entre un sentimiento de superioridad y un complejo de inferioridad. Sería muy instructivo, en este sentido, seguir el juicio sobre las especies animales, comprendida su presencia en ciertas síntesis biológicas.”
Boia nos llama la atención sobre nuestro hábito de considerar aquellos rasgos que diferencian a ciertos humanos mediante ciertas semejanzas con las bestias como si se tratase de signos, formas vestigiales o incluso pruebas de una condición infrahumana. Esta concepción que acerca a ciertos hombres a las bestias en un camino de descenso sólo es posible desde una perspectiva antropocentrista que se ha inventado unas castas sucesivas de criaturas que van perfeccionándose hasta llegar al hombre. Es preciso para ello estar convencido de la superioridad humana. Las características físicas menos comunes eran buscadas entre las más comunes de otras especies.
El vello abundante se solía (y se suele) identificar con una cierta bestialidad, una cierta inferioridad. Es un rasgo que encontramos en el yeti, los licántropos, La Bestia. “La antigua discusión sobre la inferioridad de los negros se fundaba precisamente en su aspecto supuestamente simiesco”.
Esta reconocible visión arrogante de nuestra civilización “construída sobre la antítesis cultura/naturaleza” distorsiona a menudo la interpretación de las imágenes zoológicas o zoomórficas que nos llegan del pasado, de sociedades cuya visión de las demás especies animales era muy diferente de la nuestra, ya que intuían en los animales capacidades ajenas al hombre. Cualidades que ya no posee o que ha perdido.
Como bien señala Lucian Boia, estas bestias poseedoras de intuición y clarividencia, conocedoras de los recursos ocultos del mundo estaban más cerca de los dioses que de los hombres:
”El hombre-animal, o el animal humanizado, lejos de ser un bruto, se sitúa en una zona del espíritu que supera el carácter limitado de la inteligencia humana”.
c) LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DE LA IMAGEN HAN DE SER RECONSIDERADAS desde el contracampo de la visión, huyendo de nuestro sistema visual hipertrofiado tecnológicamente en extensión. Este fenotipo extendido de nuestra capacidad de ver desarrolla el arte visual, el dibujo perceptivo, la selección cromática, los significados simbólicos... vemos tanto que nos olvidamos, por ejemplo de lo mucho que oímos sin ver la televisión, recomponiendo las señales auditivas en relación a un código visual aprendido.
Este paradigmático ejemplo del “sonido televisivo” es ilustrativo del mundo según la audiovisión, en palabras de Michel Chion, o lo que señalaría cuando menos una falsa hegemonía de la cultura visual paradójicamente cegada por su poder fascinador.
d) LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DEFORMAN EL CONCEPTO DE SIMULACRO.
Las nuevas tecnologías de la imagen, la mal llamada realidad virtual (toda la historia del arte es un esfuerzo por introducirnos en realidades virtuales), la televisión en sus múltiples manifestaciones (el mercado del video, la televisión digital, los videojuegos, los nuevos soportes de enciclopedias y cine documental, CD-ROM, simuladores cinéticos, nuevas tecnologías cinematográficas-cine 3D, omnimax... -) provocan una deformación del concepto de simulacro, que pasa por sus criterios de selección antes que por la “realidad”, que cada vez percibimos de forma más mediatizada.
e) LAS ANTIGUAS FORMAS DE REPRESENTACIÓN SE DEBÍAN A LAS LIMITACIONES DE LAS TÉCNICAS QUE LAS SUSTENTABAN y siguen vigentes en formas que creemos nuevas, aunándose en novedosas combinaciones que presagian una existencia ensayada en los parques temáticos.
Una escenografía/escenología/simulacro/tecnología nos quiere comunicar una realidad resumida y señalada, acotada, virtual en virtud, simultánea o alternativamente, de los medios que, como bujías, nos iluminan a la vez que proyectan su propia sombra sobre nuestra objetividad.